Por: Adolfo Flores Fragoso / afloresfragoso@gmail.com
Los aparatos móviles y fijos de “comunicación” nos incautaron en este tiempo de precoz encierro. Escribo precoz, pues el siguiente es en un nicho o una tumba, si bien nos va.
Pero en temporada de virus hemos aprendido que dependemos incluso de la soledad, con nostalgia en abundancia.
Una soledad gracias a la cual recuperamos amistades olvidadas, también.
Una soledad que nos permitió realizar un “presencial” frente a cierto balcón y descubrir un fatigado sol de olvidadas madrugadas, para imaginar paisajes de esas vivencias pasadas que creíamos perdidas.
Una soledad que nos permitió recuperar el trazo de un verso escrito a mano sin tocar sus manos, línea a línea, en la oscuridad de ciertos silencios que igual nos cautivaron o nos reclamaron como suyos.
Una soledad que nos convidó a leer empolvados libros de Bradbury, Chesterton, Groussac, Castillejo, Borges y de cierto autor cuya portada desprendí, por tratarse del regalo de un viejo amor, con una dedicatoria tan dolorosa, pero –también– postulada a ser una fotografía instantánea, hoy convertida en cenizas.
El caso es que nuestro encierro no sólo atrajo la necesidad de recordar, sino de corregir lo imposible, efectivamente, sin la posibilidad de hacerlo.
Dicen los políticos que “se deben al pueblo”, cuando en realidad su luz al final de su futura soledad es el presupuesto –no en todos, pero sí en bastantes casos–, con un egreso imposible pero que siempre es corregido por contadores y audaces administradores. Y sin dar las gracias.
Pero, creo, ya desvié el tema.
El caso es que la “comunicación” virtual de poco sirvió, pues perdió el combate contra un virus que incautó nuestras proximidades, nuestros anteproyectos, las caricias, los adioses, esos pleitos presenciales, el masaje necesario ante el dolor del otro y un mucho de nuestras vidas.
Y la duda surgió: ¿estamos ante un acto de fe, admiración o veneración ante el encierro?
La fe termina cuando el ciego vuelve a ver.
La admiración es mirar sin observarnos ante el espejo.
Pero sepámoslo: hemos terminado venerando el encierro, la soledad y hasta un virus.
Venerari es un verbo latín, que alude a Venus y que –presuntamente– incluye el sufijo “ari”, porque tiene una base nominal carente de género, gracias a la cual podemos hablar de un asunto “particulari” o particular –por ejemplo–. Así, sin género.
Venerari es venerar.
Es estar en el momento preciso de sentir y amar por inspiración cercana o distante de Venus.
Amar en alguna de sus formas.
Y pregunto: quién no amó en su soledad.
Quién no amó a distancia.
Quién no amó a sus ausencias.
Amamos recorriendo geografías imaginarias, cuando el confinamiento no da otra opción.
Nos incautaron la comunicación presencial, pero no al amor distante.
A nuestra Venus distante.