Fotos: Cortesía La Media Luna
A principios de los años noventa, Juan Carlos fue a Jalisco porque le dijeron que ahí había vivido su padre, un tal Juan Rulfo.
Su madre se lo dijo. Y aunque recorrió ranchos, haciendas y pueblos, el único rastro de su paso lo halló en la voz de los campesinos y arrieros: era la misma voz que su padre había escuchado al escribir Pedro Páramo.
A quien sí recordaban era a su abuelo, otro Juan Rulfo, un hombre asesinado de un tiro por la espalda sólo una década después de la Revolución. De pronto, escuchando el hablar pausado y parco de todas esas personas, Juan Carlos supo que la muerte de su padre lo había llevado al mismo lugar al que éste había acudido tras la muerte del suyo.
Quizá porque el apellido Rulfo ya era una leyenda y porque su prestigio crecía con cada libro que no publicaba, Juan Carlos estudió cinematografía.
Y el resultado de ese viaje por Jalisco fue su debut como director y documentalista.
Primero con El abuelo Cheno y otras historias (1995), donde contó la vida de su abuelo, y después con Del olvido al no me acuerdo (1999), en el que reunió las historias de todas esas personas que no recordaban a su padre, pero que bien habrían podido ser personajes de sus libros.
“Cuando yo escuchaba las voces de esas personas sentía que me contaban los cuentos que mi padre no había escrito. Cada vez que iba a visitarlos me recibían con mezcal y naranja, como en el cuento de Lucina”, contó el sábado pasado durante su participación en la Feria Nacional del Libro de la BUAP.
Por este último documental recibió cuatro Arieles, y constituyó el inicio de una carrera cinematográfica que reúne largometrajes como En el hoyo (2006), Los que se quedan (2008), De panzazo (2012) y, la más reciente, Cien años con Juan Rulfo (2017), una serie documental que explora la vida e influencia de uno de los más grandes escritores latinoamericanos.
Para Juan Carlos, sin embargo, Juan Rulfo sólo era su padre y no esa gloria de la literatura nacional. Recuerda que en la escuela primaria, cuando el resto de los chicos hablaban sobre los oficios de sus padres y abundaban los ingenieros o los arquitectos, él sentía casi como una confesión decir que el suyo era escritor.
Fue por esos años cuando Juan Carlos descubrió que el de su padre no era un oficio común, sino extraño.
Y lo comprobó cuando sus compañeros le preguntaban por los amigos de su padre que solían visitar su casa: Eduardo Galeano, Julio Cortázar, Juan José Arreola… nombres que para él sólo representaban, por esa época, los rostros de personas extravagantes.
Ahora, cuando piensa en él, piensa sobre todo en su voz. Era usual que al dormir pusieran en su cuarto una casetera con un concierto de jazz que se había grabado el día de su cumpleaños, un 10 de enero.
Pero cuando la grabación de música terminaba, en la cinta se reproducía la voz de su padre leyendo sus cuentos.
Una voz hipnótica y apacible que sigue escuchando cuando hojea sus libros.
“En realidad no sé si lo he leído porque siempre estaba ahí.
Me dormía escuchándolo leer Luvina. Ahora, cada vez que lo leo, nunca lo acabo. Lo leo despacio, a la misma velocidad que él lo hacía”.