Por: Rubén Salazar/Director de Etellekt/ www.etellekt.com etellekt@etellekt.com @etellekt_
S er alcalde o aspirar a serlo, literalmente, puede costar la vida en este país. El pasado jueves tocó el turno a César Arturo Valencia Caballero, edil de Aguililla, Michoacán, quien militaba en el Partido Verde Ecologista de México, asesinado por un comando armado al interior de su vehículo, al salir de una reunión con autoridades estatales y federales para abordar asuntos de seguridad. A la mañana siguiente fue encontrado el cuerpo sin vida de su asesor, René Cervantes Gaytán, abatido al mismo tiempo en otro punto de la cabecera municipal.
No era algo común ver atentados mortales contra autoridades electas o políticos en Aguililla. El asesinato del edil es apenas el primero registrado desde 2000.
Con este homicidio, la lista de presidentes municipales propietarios asesinados desde el sexenio de Vicente Fox a la fecha asciende a 93 (Etellekt: 2022).
Un fenómeno que si bien se ha concentrado sólo en 20 entidades y 91 municipios de la república (ibídem), empieza a expandirse geográficamente en aquellos lugares donde los procesos de alternancia política (cambios de partido en el poder), podrían estar acelerando el resquebrajamiento de los pactos político criminales previos y, con ello, generando mayor incertidumbre a los cárteles hegemónicos, al ver cómo se esfuma la protección institucional que recibían de anteriores gobiernos.
Pero esto no significa que los nuevos partidos que acceden al poder no establezcan sus propios convenios con grupos delictivos dominantes o con bandas emergentes.
En este sentido puede desatarse un desplazamiento violento mediante operaciones armadas, formales e informales, no sólo de cárteles que resulten incómodos a los gobiernos alternativos, sino a la par, de caciques políticos que pretendan recuperar sus fueros, convirtiéndose por esa razón en un blanco predilecto de los agresores.
Por ejemplo, entre los años 2000 y 2022, han sido asesinados un total de 185 exalcaldes (casi el doble que los alcaldes en funciones), que en la mayoría de los casos encuadraban en este perfil de riesgo (Etellekt, Base Histórica de Violencia Política 2000-2022).
En medio de estos procesos de cambio político, a reserva de los resultados que arrojen las investigaciones ministeriales, ¿existe la posibilidad de que el alcalde de Aguililla asesinado resultara un estorbo frente a una posible reconfiguración de la narcopolítica en dicha entidad?
Tocará a la Fiscalía estatal responder a esa pregunta, lo cierto es que pese al clima de inseguridad e ingobernabilidad que se vive en Aguililla, y al despliegue de fuerzas federales y estatales para hacer frente común al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) –algo impensable en los tiempos del gobernador perredista Silvano Aureoles, por la nula confianza que le tenía el presidente López Obrador–, resulta incomprensible que el Ejército y la Guardia Nacional hayan sido incapaces de brindarle protección al alcalde y prevenir su lamentable perdida, lo que debió ser su máxima prioridad, pues tener autoridades vulnerables, se traduce en una ciudadanía igual o más vulnerable.
No es posible que el presidente insista en que los resultados del operativo en Aguililla han permitido recuperar la paz, cuando su gobierno fracasó en garantizar la integridad del representante del Poder Ejecutivo municipal.
Una segunda hipótesis a la vista es que el asesinato de Valencia Caballero signifique una represalia del Cartel Jalisco, en respuesta a la ofensiva lanzada en su contra por el gobierno federal. Algo similar se presentó después del asesinato del alcalde de Xoxocotla, Morelos, a principios de año, al aparecer narcomantas en las que operadores locales del CJNG se adjudicaron el atentado y amenazaban al gobernador Cuauhtémoc Blanco con asesinar a más alcaldes.
Lo de Aguililla enciende una alerta para las autoridades federales y estatales en Michoacán, por el riesgo de que esta ola de ataques hacia autoridades locales se extienda a otros municipios enclavados en el estratégico corredor carretero que parte de ese municipio –donde se ubican los principales laboratorios para la fabricación de fentanilo y drogas sintéticas cuyos precursores, procedentes de China, son internados por el Puerto de Lázaro Cárdenas– hasta llegar a Contepec (cuyo alcalde fue asesinado hace un mes), casi en los límites con el Estado de México, punto desde el cual los estupefacientes siguen su camino a diversos mercados del centro de México y con rumbo a Europa, a través de los puertos del Golfo de México.
Dentro de este corredor, las amenazas futuras contra alcaldes abarcan a municipios como Buenavista (que acumula tres ediles abatidos desde el año 2000) y Taretan (allí fue asesinado un alcalde con licencia que buscaba reelegirse, durante las campañas de 2018).
Los focos rojos abarcan paralelamente a las seis entidades que celebraran comicios a gobernador el próximo 6 de junio, en donde las reacciones violentas del crimen o de grupos caciquiles hacia los candidatos y aspirantes a las gubernaturas pueden desatarse por el temor de perder el dominio de las actividades lícitas e ilícitas en esos territorios, a causa de la alta probabilidad de alternancias políticas, principalmente en entidades como Oaxaca, Quintana Roo y Tamaulipas, por la presencia de cárteles dominantes del narcotráfico, y en Hidalgo, por el predominio de bandas dedicadas al robo de combustibles.
Resulta de suma importancia que el presidente deje de actuar como fiscal, pues de continuar prejuzgando sobre estos crímenes y afirmando que son producto de la rivalidad delincuencial o, peor aún, del intento golpista de sus opositores para desestabilizar a su gobierno, lo único que promueve es la impunidad de los verdaderos agresores, sean criminales o políticos, y continuará alentando estas conductas a futuro (en la medida que el chivo expiatorio siempre sea el narcotráfico), en demerito de las libertades y de la seguridad de los ciudadanos, así como del Estado democrático de derecho.
¿El magnicidio en Aguililla, también fue culpa del conservadurismo?, señor presidente.