Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
En aquel tiempo, cuando apenas despertaba el sol al siglo XVII, los desbordados franciscanos hacían sus labores muy al norte de la Puebla, lo que hoy es hablar de sólo siete calles distantes de la actual Catedral.
Una ermita, la enseñanza de oraciones a los indios, un par de endebles puentes y ciertas veredas para aquel largo caminar para el acarreo de leña, fueron sus primeras creíbles aportaciones a la ciudad, como consta en archivos civiles y religiosos.
Dos siglos después, entre 1896 y 1897, el coronel Antonio Carrión escribió una “Historia de la Ciudad de Puebla” en dos tomos cargados de leyendas, fantasías y algunos sucesos reales pero al final de las cuentas una fuente más de información, hasta para Hugo Leicht.
Entre sus apresuradas historias inciertas, Carrión describe cómo Sebastián de Aparicio recogía “limosnas del campo” que desde bosques lejanos fueron leños y maderas que aspiraron a cimentar el probable convento, ofrendándose así todos los días. Por estas sus románticas razones y entrega, todas las noches, el futuro beato prefería dormir bajo una encina y soñar en una vida menos apacible, tal vez, y místicamente hablando.
La historia es tal, sólo cuando está documentada. Pero, ¿quién narró, quién lo escuchó, quién al final escribió, y descubrió y lo amarró en legajos?
En nuestro tiempo inundado por tormentas e inundaciones de falsa información, la solución es “conocer y creer”, como el profesor John Merriman lo sugirió en un ensayo muy humano, a partir de una cátedra impersonalmente dictada en Yale. Conocer y creer a partir de dichos y desdichos.
Conocer y recorrer -por ejemplo- la antigua calle de los Desterrados de la ciudad de Puebla. Una vez que sabemos que fue real, creemos. En prudente distancia y, en solitario. Recomiendo.
Conocer y tocar cada árbol poblano sobreviviente a la tala de serviles taladores de algún parque, de algún jardín.
Si aún hay aire inhalable, creeremos.
Conocer y observar los hábitos de las aves que son atraídas con devoción por el repicar de la voz del templo del barrio poblano, hoy tan solitario. Porque esos pájaros creen más.
Creen más que nosotros.
Conocer y callar también, pues tal vez hemos descubierto cartas en algún cajón de la bisabuela, que provocaron inconfesables ilusiones, delirios y humedades.
Conocer y leer los “Almanaques Anunciadores”, el “Calendario Angelopolitano” de J. M. Rivera, o las “Efemérides Sanitarias” de Jesús de la Fuente, que el abuelo en su biblioteca abrazó para que nadie los abrasara. Una vez releídos, ahora sí creeremos en las enfermedades que no fueron fantasías de su época, como las infames esadillas de este tiempo.
Sebastián de Aparicio durmió muchas noches debajo de un árbol sin morir, escribió el coronel Carrión. Tal vez el beato fue asintomático a la hipotermia o la pulmonía, pero qué inconsciencia la de él. Fe, le llaman algunos.
Conocer para creer debería de ser la conciencia del poblano, habitualmente vulnerable a la inconsciencia.
Ignorar o conocer. Cada uno escoge su propia celda.
“Paz y bien”, tal vez sea la clase presencial pendiente a escuchar, a leer, a reflexionar, ante nuestro cercano ocaso.