Por: Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
No hay mirada más desafiante que a un amor impropio, y que suele ser imposible, en consecuencia.
Así fue visto por algunas mujeres poblanas aquel joven de 19 años “de buena disposición, tez blanca, sin barbas, de cejas y cabellos rubios, ojos cárdenos que tendían a azules”, según algunos fragmentos de su mutilado proceso inquisitorial en el siglo XVI, extraviado para mal de los morbosos investigadores que suelen ahogarse en el Archivo General de la Nación.
Al igual que cierto personaje de Paul Auster, Guillaume Cocrel fue producto de un padre desconocido y una madre que le ofrendó la orfandad siendo apenas un niño iletrado, pero que sabía mucho de las entrañas de los barcos.
La humedad y los humores del bacalao de su pueblo –Fécamp– lo destinaron a hacerse a la mar, allá, en la Alta Normandía.
¿Cómo es que llegó a la Nueva España?
Cuenta Herlinda Ruiz Martínez en su investigación que tituló “La expedición del corsario”, que la blandengue marina española del Caribe dio oportunidad a los piratas que llevaba de apropiarse de algunas costas del Nuevo Mundo.
En el año de 1571, un navío de corsarios franceses encabezados por el capitán Pierre Chuetot desembarcó en la recién conquistada península de Yucatán. Así arribó Guillaume Cocrel con el resto de algunos vándalos a esta tierra.
Fue hasta 1573 cuando dichos piratas fueron atrapados, sometidos a tormentos y llevados a los santos juicios, como revela Johanna Von Grafenstein Gareis en su indiscreto y poco relajante escrito “Nueva España en el Circuncaribe”, lectura poco recomendada para las buenas conciencias poblanas.
¿Por qué?
El corsario Guillaume Cocrel fue sentenciado en diferentes juicios antes de llegar a la capital de la Nueva España, pues era un fugitivo terco, disciplinadamente persistente.
En Puebla, una vez reaprehendido en 1574, consiguió una sentencia de sólo 200 azotes de gran crueldad, vistiendo un sambenito de paño amarillo con la cruz de San Andrés y una vela de cera verde en las manos con la que juró arrepentimiento.
Pero huyó, no sin orar y después tocar y sentir un par de ya no virginales oscuros amoríos con dos doncellas poblanas.
Y tal vez una más.
Sus ojos cárdenos derramaban amor al momento “que la espuma de sus últimas olas descansaban en mis tersas arenas”, escribió la anónima María en cierta carta resguardada en un discreto archivo de una familia poblana.
Junto con François Le Clerc –El Pata de Palo– y Jacques de Sores, el galante Guillaume corsario francés murió en una horca de la Ciudad de México.
Con la satisfacción de haber vivido inundado sin mar y sí, en exquisitos cuerpos ajenos.
Un hermoso pirata que deambuló por las calles de Puebla.
Tan campante.