Por: Adolfo Flores Fragoso/ [email protected]
A veces hay que reescribir, corregir y aumentar lo ya escrito.¿Quién lo impide?William Makepeace Thackeray retaba al insomnio escribiendo notas breves, crónicas largas y ciertos textos absurdos después de la medianoche que, en noches posteriores, reinventaba.
Periodista obsesivamente observador, redactó cuatro novelas fundamentales del Londres del siglo XIX: de las mujeres en sus entornos, sus ausencias y sus infidelidades justificadas (las de ellas), que fueron el tema de cada línea escrita por su mano.
Vanity Fair tal vez sea su historia más representativa, título retomado por Tom Wolfe, un siglo después, para hacer una crónica neoyorkina del poder del engaño apasionado.
Thackeray, más que periodista y escritor, fue un andariego que intentó leer historias en cada mirada que encontraba en su andar.
De ahí creó historias impersonales (y a veces muy personales), para recrearlas en sus manuscritos.
Descubrió que los ojos revelan secretos evidentes e, incluso, en la oscuridad. En lo pensado. Sin haberlo visto.
Ojos que revelan nuestra vida, en esas historias banales que (a veces) negamos escribir al instante.
“Puedes besar mis labios sin tocar el cielo. Mis ojos, nunca”, escribiría Thackeray en una línea memorable.
La virginidad visual es un reto que nadie supera.
No hay miradas intactas. Intachables.
Al final de las cuentas, ¿quién ve a través de los ojos del otro?
Nadie.
A menos que haya morbo o cierta sensación de gratitud.
Sólo recreamos e inventamos lo que tal vez no hemos visto.
La ceguera inventada también nos lleva al infierno.
En tiempo de cubrenarizboca, es lo que nos queda: observar y leer lo que una mirada nos dice en presencia corta, pero distante.
Sin unos labios a los cuales leer.
O una lengua sin absorber para sentirla.
Vivimos hoy de ausencias. Eso que en la primaria nos enseñaron que eran “el tacto, el olfato, la vista, el gusto y el oído”.
Lo cierto es que mis ojos –y mis oídos (que tienden a la sordera)–, hoy huelen esas calles en un andar por mis barrios bravos, pero ricos de buenos “compas” y gente mejor.
A cada uno aún lo puedo ver y –a veces– medio escuchar.
El olfato y “las” aromas de ciertas piqueras destapan tímpanos, razones y tolerancia, de la que tanto carecemos en este tiempo.
“Observa, escucha, calla y piensa”, recomendaba mi abuela.
Quizá por eso hablo poco, pero escribo hasta en los nueve días de la semana.
En mi sinrazón, tal vez sea éste un manuscrito para ti. (Recomiendo que lo releas).
Si es que últimamente nadie te ha escrito en una hoja de papel, que no has leído un recado sobre un papel u oído al oído, no es porque no le importes: hay tiempos para eso.
Espera esa carta.
Espera esa frase “quedita”.
No hay hombres mancos, mudos o ciegos.
Cuando alguien se aparta, es su decisión para sólo ver a su interior.
Por soberbia, por dignidad o para disfrutar de su soledad.
O su nueva vida. Serena vida.
“Busca el amor en este mundo abierto, pero solitario”, Cervantes lo describe en palabras de Don Quijote, en una recomendación a Sancho.
Pero, quién sabe.
En este tiempo tan extraño, quién lo sabe.