Mario Galeana
Para Zaid Lagunas Rodríguez, investigador emérito del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en Puebla, tiene sentido que entre algunos pueblos nahuas el fuego sea el dios más antiguo de todos.
Rodeados de depredadores, los primeros homínidos encontraron en el fuego un método de supervivencia para defenderse.
Y, al descubrir la cocción de los alimentos, esos humanos primigenios garantizaron su propio proceso evolutivo: digerir la carne y los tubérculos era más sencillo y su cuerpo pudo usar ese excedente de energía para desarrollar su capacidad cerebral.
“El homo erectus que vivió en el Pleistosceno, entre 1.6 millones y 100 mil años atrás, no sabía producirlo, pero sabía utilizarlo. En grupo, pudieron haberlo recogido sin dificultad de los rayos incendiados de un árbol o de la combustión espontánea de materiales como el carbón”, explicó.
Pero, ¿cómo podían cocinar los alimentos si las primeras vasijas de barro no fueron creadas sino varios cientos de años después? Lo hacían con bolsas de cuero llenas de agua y alimentos a las cuales introducían piedras al rojo vivo que, al cabo de algunos minutos, cocían los alimentos. Aquellos homínidos eran ingeniosos.
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Lagunas Rodríguez presentó en la segunda sesión del Seminario de Investigación Historia y Antropología del INAH en Puebla los avances de un libro en el que explora, a partir de la antropología física, la importancia del fuego en el desarrollo de la humanidad.
El antecedente más antiguo del uso del fuego, según los datos que ha recabado, es el correspondiente a la Caverna del Dragón, cerca de Pekín, en China, donde se encontró un sitio de fuego producido entre 700 mil y 200 mil años atrás.
En aquella oquedad se localizó una capa de carbón y cenizas con un espesor de 6 metros, en donde también había huesos carbonizados de animales. El vestigio de una fogata que se mantuvo ardiendo durante muchos años.
“Efectivamente, para mantener vivo el fuego empezaron a cortar ramas y árboles enteros de los enormes bosques que los rodeaban. Hay un ejemplo en el campamento arqueológico de Realilai, en África del Norte, donde se localizaron 5 mil metros cúbicos de cenizas, que debieron ser producto de una pila de madera de 500 metros de largo. El bosque no ha vuelto a crecer en ese lugar”, apuntó.
La información recabada por el investigador especializado en antropología física –que estudia el surgimiento, la evolución y la variabilidad de las poblaciones humanas, así como los procesos ambientales y biológicos que atravesaron– señala que, tras la cocción de los alimentos, otro acontecimiento importante tras la domesticación del fuego fue el descubrimiento del “inframundo”, que era como llamaban a los abrigos rocosos subterráneos a los que no habían podido entrar.
Aquellas cavernas se convirtieron en las primeras casas y centros de reunión, y fueron también los lugares en donde dejaron registro de sus primeras manifestaciones de lenguaje a través del arte rupestre.
“Al descubrir su utilidad, surgieron cultos y ritos relacionados con el fuego. Significó una revolución para aquellos pueblos, hasta que las técnicas para generar el fuego se extendieron y en algunos pueblos perdió su carácter sagrado”, expuso.
Entre los pueblos del México prehispánico existen al menos tres mitos populares. El primero sugiere que dos hermanos, Tata y Nene, querían encender el fuego para comer pescado y terminaron ahumando el cielo, lo que provocó la ira de los dioses, especialmente de Tezcatlipoca, que los convirtió en perros.
El segundo mito sugiere que los dioses Nanauatzin y Tecuciztécatl se arrojaron al fuego y surgieron, reconvertidos, como el sol y la luna, respectivamente.
Quizá el más bello de todos sea el del pueblo cora, asentado en la región de Nayarit. Según su mitología, los hombres y los animales deseaban una pizca de aquel fogón y un tlacuache, de nombre Yaushu, se ofreció para robarlo de un anciano que estaba, todo él, cubierto de llamas. El tlacuache robó una flama con la cola, pero el anciano lo alcanzó y golpeó contra el piso repetidamente.
El tlacuache se fingió muerto y, a la menor oportunidad se aventó a un barranco. Llevó la flama hasta Nayar, la ciudad del pueblo cora, y desde entonces su historia –y su pequeña cola pelada a causa del fuego– quedaron inmortalizados.