Por: Jorge Alberto Calles Santillana
El debate de la noche del martes último fue el debate de Donald Trump. No importa que según la encuesta que CNN levantó entre sus observadores, una amplia mayoría haya declarado vencedor a Joe Biden. No importa porque está demostrado que los debates presidenciales no influyen mucho en la toma de decisiones de los votantes.
También, porque es tal la polarización del electorado estadounidense que a estas alturas la gran mayoría ha decidido ya por quién votará y difícilmente modificará su preferencia. Además, los pocos seguidores del presidente que se hayan sentido irritados por su comportamiento tendrán tiempo para reducir su disonancia cognoscitiva y reafirmar su convicción previa. Aun cuando lo haya perdido, el debate fue de Trump.
La agresividad y la falta de tacto que exhibió, así como su repetitiva violación a las normas del encuentro no fueron casuales. Donald Trump llegó a presentar el personaje que ha creado a lo largo de los años, el del macho abusivo que no tiene más intención que conseguir lo que desea, sin importar qué haya que hacer y sin importar a quién haya que humillar.
Donald Trump se llevó la noche porque tomó posesión por completo del escenario. La personalidad gris del candidato demócrata y la impericia del moderador le facilitaron esa apropiación y el despliegue de su grotesco personaje.
Convencido de que ser visto y escuchado es garantía de éxito, Trump no se presentó para ofrecer ideas ni programas; tomó el escenario para conseguir lo que ha conseguido estos cuatro años, que se hable de él, sin importar qué es lo que se diga. Trump tiene por objetivo ser centro de atención para mantenerse vigente; de esa manera, puede seguir teniendo y ejerciendo poder prácticamente a su gusto.
Este debate ocurre 60 años después de que por primera vez los estadounidenses vieran a través de sus pantallas televisivas a dos candidatos a la presidencia comparar puntos de vista y programas de gobierno. En aquella ocasión, John F. Kennedy inclinó la balanza a su favor gracias a que la política adquiría imagen.
Un Kennedy cuya apariencia juvenil y sana lo volvía más atractivo que a un Richard M. Nixon pálido y adusto resultó beneficiado por la introducción de las cámaras a la política. Kennedy ganó, ignorante de que la visibilidad adquiriría más valor y poder que la oralidad.
La sociedad empezaba a forjarse mediática. Kennedy no fue mejor que Nixon; resultó más atractivo y por ende amigable y convincente. La cercanía, a partir de aquel momento, dejaría de construirse a través de argumentos; lo haría ahora a través de imágenes. Pero en aquel momento, Kennedy y Nixon desconocían por completo el significado del evento histórico que les había tocado vivir.
Con ese debate, la televisión introducía un par de novedades que resultarían revolucionarias para la vida social: visibilizar la política y llevarla a las salas de los hogares estadounidenses para ser consumida como cualquier otro programa.
Sesenta años después, Trump debate, conocedor de la lógica televisiva y como experto en la lógica de las redes sociales. Las fusionó y no debatió, se hizo presente. Trump actuó esa noche con la lógica con la que ha actuado desde que tomó el poder: la lógica disruptiva de las redes sociales.
En las redes sociales se puede expresar cualquier cosa, sin el menor respeto por la sintaxis, por la verdad ni por la audiencia. Las redes son libertad y confieren poder. Cualquier persona puede transmitir desde sus plataformas individuales los contenidos que mejor se ajustan a sus deseos y sentimientos en el momento que lo desee. Eso hizo Trump el martes.
No interrumpía, tuiteaba; quien emite tuits no interrumpe, habla porque el flujo de participación está siempre abierto y no regido por reglas; no argumentaba, acusaba, descalificaba. Decía cualquier cosa porque lo único que le interesaba era escucharse, tener la palabra, estar enfocado por las cámaras.
La vida social hoy, así como la política, transcurre con la lógica de las redes sociales. Llama la atención que los análisis posteriores al debate se hayan enfocado en la conducta de Trump y mostraran preocupaciones acerca del desarrollo de los siguientes debates.
Punto para Trump. Dejaron de lado, así, dos asuntos de mayor relevancia que fueron construidos como subtextos por el presidente. El primero, la manifestación que hizo explícita con su conducta; si consigue un segundo mandato, ejercerá el poder con mayor rigor y brutalidad. Ya no tendrá que cuidar formas, si alguna vez las cuidó, porque no podrá aspirar a reelegirse nuevamente.
El segundo, la narrativa tramposa que construyó sobre las posibilidades de fraude que abre la votación por correo. Con la lógica de las redes, la lógica de la inmediatez y la distancia absoluta, Trump expresó abiertamente que no pretende dejar el poder y que lo ejercerá a su antojo. Y lo hará con la lógica de las redes sociales.
El “nosotros” que se construía en la era de los medios de comunicación estaba mediado por representaciones visuales y narrativas a las que nos adheríamos por persuasión, sin mucha posibilidad de contribuir a su construcción. El “nosotros” de la era actual tiene un perfil enteramente diferente.
Lo construimos todos, desde nuestras plataformas digitales individuales y desde la cercanía que nos proporcionan nuestras listas de amigos y contactos. La libertad que sentimos al expresarnos se potencia por el refuerzo inmediato de quienes nos aplauden.
Así, con las redes sociales construimos un “nosotros” más cercano a la lógica de la identificación y el rechazo totales, a través de un lenguaje que poco propone pero que, en cambio, descalifica con total facilidad. No hay persuasión ya; hay identificación plena. Eso hizo Trump en el debate. Podemos aborrecerlo, pero Trump es el político de estos tiempos.