Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
“ Ansío aún crearte un poema, con la cadencia adámica de tu oleaje…”, escribió Borges cuando tuvo su primer encuentro con el mar.
Con esa cadencia adámica, doña Toñita barría y trapeaba los pisos de algunas oficinas del edificio Alles.
La cadencia de su trapeado hacía emerger espumas de las losetas de esos fríos pisos, igual de la oficina de un abogado, que del taller del sastre, que de la oficina de afamados contadores que dejaban sus despachos cual lote de desperdicios, después de sus bacanales vespertinas de los sábados, pero Toñita llegaba los lunes muy temprano para limpiar los pisos y los muebles impregnados de algunas conciencias arrepentidas malolientes, que siempre quedan después de la parranda.
El de Toñita era un silencio que exhalaba discreción, tranquilidad y soledad, mientras cumplía con su labor tres días a la semana en la redacción de noticias donde yo trabajaba las tardes de esos tres días.
Toñita siempre vestía un largo y desgastado suéter gris sobre una blusa floreada y una falda negra. Su edad le imponía el uso de zapatos bajos y, a veces, unos tenis más desgastados que la vida de un jornalero.
Hay soledades que no provocan cambios de piel, sino que las convierten en corazas ante el destino. Toñita era, para mí, una coraza, una ecuación indescifrable de vida. Por eso atreví a charlar con ella muchas tardes, primero por morbo, después por la pasión de haber descubierto a ese otro que es tan idénticamente diferente a nosotros.
Supe de su niñez en el abandono. Del trabajo obligado desde los nueve años. De observar al cielo con fe sin recibir lo deseado. De intentar leer sin poder lograrlo a los doce años. De manos adultas sucias que buscan de inocencias detrás de un árbol.
De andares solitarios varias horas después de que huyó el ocaso. De negarse al amor, de negarse al deseo, de negarse a vivir como dicen que viven los que dicen que son “felices”. De su visión de cada casa limpiada, cada despacho, cada vacío donde siempre aseaba, silenciosa. De encontrarse con la vejez sin saberlo pues, para ella, su trayecto vital era como haber nacido apenas el pasado 25 de octubre.
Toñita era esa soledad forjada en la soledad indolente y que, de tan habitual, nos carcome quedito sin que nos demos cuenta.
Sin compasión y por amor, una tarde decidí llevarle una raquítica despensa hasta el cuarto donde vivía en el centro, debajo de una escalera, detrás de catedral.
Un aguinaldo de 800 pesos alcanzó para ese “aguinaldo”, un suéter para mi madre y un Rioja para mi padre.
Una monja empleada de la librería albergada en el edificio de Toñita me impidió el paso. Di la explicación pertinente y ella también me dio detalles de cómo Toñita había sido hallada muerta esa mañana en su catre y con la puerta abierta.
Que alguien había ido a recoger su cuerpo y que nadie sabía más.
En ese instante corrió una repentina ráfaga fría que hizo vibrar el árbol navideño y las series de luces con las que las monjas adornaron el exterior de la librería.
El cuarto de Toñita no estaba del todo oscuro: una veladora iluminaba un calendario.
Hice las cuentas de lo que significa vivir habitual y fugazmente una vida en la soledad. Y sí: Toñita nació un 25 de octubre.
Ese año murió, el 24 de diciembre.