Por: Jorge Alberto Calles Santillana
El martes pasado, otra noticia relacionada con el general Cienfuegos nos volvió a tomar por sorpresa al igual que hace un mes nos tomó la de su detención: a petición del Departamento de Justicia de los Estados Unidos, los cargos contra el general habían sido desestimados.
La detención, por sorpresiva, dio lugar a un alto número de especulaciones. En un contexto de polarización como en el que vivimos, la aparente secrecía con la que las autoridades estadounidenses llevaron a cabo la aprehensión de Cienfuegos fue utilizada por los críticos de Andrés Manuel López Obrador para interpretar el asunto. Según esta línea, la desconfianza que el presidente había despertado entre las autoridades estadounidenses tras haber ordenado la liberación de Ovidio Guzmán el año pasado, las habría convencido de actuar sin compartir información.
Se insinuaba, así, no solamente que el presidente y su gobierno eran mal vistos desde Washington, sino que su contubernio con “El Chapo” era real, no especulación. La respuesta por parte de los seguidores no se hizo esperar. Basados en la limpia en el ejército que prometió el presidente en su mañanera del día posterior a la detención, sus defensores enmarcaron la aprehensión en el marco del discurso de la lucha contra la corrupción.
Cienfuegos había sido detenido en Estados Unidos –argumentaban– a petición del presidente porque acá habría sido políticamente complicado aprehenderlo. Frente a la imagen de un presidente coludido con “El Chapo” y devaluado ante el gobierno estadounidense, en esta versión emergía una figura presidencial completamente diferente: valorada en Estados Unidos y con capacidad de negociación y, en lo interno, comprometida con su ideario anticorrupción.
Preocupados en denostar o ensalzar al presidente, detractores y panegiristas prestaban más atención a los detalles que a los hechos. En primer lugar, la detención de Cienfuegos resultó ser un duro golpe al Ejército mexicano, institución a la que López Obrador le ha dado más poder que ninguno otro presidente. En segundo, el Ejecutivo federal se precipitó al prometer eliminar de la corporación a quienes tuvieran nexos con el general Cienfuegos. Además, no sólo no cumplió su palabra sino que el hecho no volvió a merecer comentario en sus mañaneras.
La suspensión de cargos y repatriación del general ha suscitado comentarios a granel. De nueva cuenta, el hecho es utilizado por críticos y seguidores del presidente para inflamar la polarización.
La posible inocencia de Cienfuegos y la renuencia de López Obrador a otorgar reconocimiento político al presidente electo, Joe Biden, son los argumentos preferidos de los opositores. Sin tacto político y con intereses estrictamente electoreros, arguyen los primeros, el presidente no sólo cometió la torpeza de inculpar al general sino que, además, tuvo que recurrir a obedecer órdenes de Trump para negociar su liberación, luego de recibir presiones de los miembros del ejército.
Por si fuera poco, para quienes sostienen esta versión, el general será liberado una vez que pise suelo nacional. El oficio político de Ebrard, en cambio, es destacado por los fieles. El canciller realizó una negociación pulcra, de primer nivel, y consiguió traer de regreso a Cienfuegos a cambio de prácticamente nada. Todo, en nombre de la soberanía.
De nuevo, la competencia por enlodar o lustrar el desempeño político de López Obrador domina la agenda y el debate. En esa contienda quedan de fuera, de nueva cuenta, hechos. Poco énfasis ha recibido el hecho de que la solicitud de descargo alega que en estos momentos asuntos de política exterior importantes y sensibles mueven a priorizar otros asuntos. Es decir, no se indica que existan pruebas insuficientes en contra del general. Queda claro que el proceso a Cienfuegos se detuvo por razones políticas.
¿Qué razones políticas hay detrás?
Si regresamos la atención a los hechos, al no cumplimiento de la promesa de limpiar a la institución hecha por el presidente y a su subsecuente silencio sobre el asunto. Si también ponemos atención al hecho de que toda negociación debe producir beneficios a todas las partes, tendremos que admitir que debe haber asuntos políticos de mucho peso. ¿Es posible que el ejército haya presionado al presidente para conseguir la devolución del general?
Si es así, ¿se le seguirá juicio acá?, ¿cómo será ese juicio?, ¿presionará más el ejército para conseguir la liberación total de Cienfuegos? ¿Puede pensarse, a raíz de esto, que la verdad histórica sobre Ayotzinapa fue producto, también, de presiones militares para evitar aparecer como actor importante de la historia verdadera?, ¿sentará precedente este hecho en las relaciones ejército-Presidencia? Pero, además, ¿qué cedió México? No pudo haber sido la negativa a reconocer a Biden porque en muy poco beneficia a Trump la postura mexicana.
¿Cobra fuerza la hipótesis de que México permitirá actuar a los agentes de la DEA con mayor libertad en nuestro territorio? Si así fuere, ¿qué implicaciones tendrá tal injerencia para la política oficial contra el crimen organizado?
Mientras nos enfrascamos en construir historias de héroes o villanos perdemos de vista procesos profundos que van más allá de individuos y coyunturas.
Perdemos de vista que estamos en medio de un proceso en el que los hechos ocurren por el cruce de varias realidades: la del crimen organizado cuyas dimensiones creemos conocer, pero que no alcanzamos a identificar a plenitud.
La de un ejército cuyo poder escuchamos que crece, pero que no terminamos saber cuánto y con qué posibles consecuencias y cuya participación en todos los asuntos públicos desconocemos por completo.
Finalmente, el poder de las instituciones estadounidenses, de las cuales presumimos su maldad, pero de las cuales ignoramos su real capacidad de intervención.
Más atención a los hechos, a los hechos profundos, es necesaria.