Soliloquio
Felipe Flores Núñez
Durante los días recientes, a través de las (¿benditas?) redes sociales hemos sido testigos de diversas manifestaciones de violencia. Hechos explícitos y otros que son riesgosamente incitadores. Todos son despreciables.
No es conveniente habituarse a esos sucesos, mucho menos desdeñar a quienes los promueven o solapan. Normalizar la violencia es un mal síntoma, supone riesgo de descomposición social. Más bien deberíamos indagar sobre sus causas, afrontarlas y a quien corresponda, resarcirlas.
Es cierto que detrás de cada acción violenta hay un motivo, o muchos. Inciden factores sociales, culturales, políticos. Se involucra a la familia, la educación, la ética, la moral, la religión. Valores y principios que no aceptan regateo y que al final de cuentas revelan, de modo irrefutable, que algo estamos haciendo mal como sociedad.
Entre otras escenas multiplicadas de forma abundante en redes sociales, sobresale no una, sino varias peleas entre jóvenes adolescentes, casi siempre mujeres. En esos episodios que motivan asombro e indignación, se aprecia siempre a decenas de testigos que se embelesan por las trifulcas callejeras, y hasta reclaman mayor rudeza. Todo un circo romano.
En esa irracionalidad suele caerse en los extremos. Fue el caso de Norma Lizbeth, la menor de 14 años de edad que perdió la vida por los golpes que con una piedra le propinó en forma despiadada su agresora. Días después la salud de la casi niña se agravó, tuvo náuseas y desvanecimiento, finalmente falleció. El diagnóstico fue traumatismo craneoencefálico.
Ella era estudiante de la secundaria oficial 518, anexa a la normal Teotihuacán, en el Estado de México. A decir de su madre, frecuentemente era acosada por el color de su piel. La responsable del ataque trató de huir a los Estados Unidos, pero fue detenida en la frontera en compañía de su madre.
Pese a la gravedad de los hechos, la SEP federal como autoridad responsable, se limitó a emitir un breve pronunciamiento por la vía del Twitter, en el que apenas atinó a decir que “…la escuela no puede ser indiferente o tolerante frente al acoso o bullying: rechaza la violencia y subraya la importancia de fortalecer los valores e integración de las familias”. Mejor no hubieran dicho nada.
Otros acontecimientos recientes también han sido causa de indignación por ser evidentes promotores de violencia. Uno de ellos ocurrió el pasado sábado, en el evento conmemorativo de la expropiación petrolera convocado por el presidente Andrés Manuel López Obrador en el zócalo de la Ciudad de México. A final del mitin, un grupo encolerizado de simpatizantes quemó la efigie que representaba a la ministra presidente de la Suprema Corte, Norma Piña Hernández. Violencia implícita que remonta a otra etapa deleznable: la Santa Inquisición.
La jurista ya había sido acosada en redes sociales desde que asumió el cargo a principios de año, pero el tono se exaltó luego que en su mañanera del 1 de marzo, el presidente López Obrador sostuvo que “apenas llegó la nueva presidenta y se desata una ola de resoluciones a favor de presuntos delincuentes”.
AMLO se refería al fallo judicial a favor del exgobernador de Tamaulipas, Francisco Javier García Cabeza de Vaca, rival político y opositor de la Cuarta Transformación.
Dijo entonces que con la llegada de Piña Hernández a la presidencia de la Judicatura Federal, “los jueces han abusado de su independencia, como si fuesen omnímodos los jueces, que son autónomos, que puedan hacer lo que quieran”.
Ese mismo día, en redes sociales llovieron las críticas y acusaciones contra la ministra Piña Hernández, a quien llamaron “corrupta” y “traidora a la patria”. Otro llegó más lejos con una virtual amenaza de muerte: el usuario identificado como @VicaPocnh, usó la imagen de una bala y la fotografía de la ministra, como “solución al problema”.
La Asociación Nacional de Magistrados y Jueces pidió investigar esos mensajes que “incitan a la violencia, atentan contra la integridad personal y divide gravemente a la sociedad, consecuencia de un discurso de odio hacia las funciones que constitucionalmente le competen al Poder Judicial de la Federación”.
El mismo Poder Judicial declaró que la violencia, de cualquier tipo, es un obstáculo para el cumplimiento de los objetivos que nos unen como mexicanas y mexicanos: la salvaguarda de los derechos humanos y del estado de derecho. “No más acciones de odio. No más violencia de género. México nos demanda más”, señaló.
El presidente López Obrador reprobó con tibieza tales sucesos y reviró al insinuar que quienes pusieron el mensaje “en una de esas hasta fueron ellos mismos, porque son capaces de eso y más, así son los conservadores, tiran la piedra y esconden la mano, muy chuecos”.
En el mismo evento de la 4T del pasado sábado, se repartió entre los asistentes un panfleto simulado en tono religioso que compara al presidente López Obrador con Jesucristo y en el que de modo explícito se amaga con “desaparecer” a los periodistas que hablen mal de él.
“Todos los malos pensamientos que tengan y que por medio de los periodistas que se venden por unas monedas de plata como en el tiempo de Judas, tiempo final como el Apocalipsis. Tiempo para los malos y serán desaparecidos”, se advierte.
¿Algo así como el intento de asesinato contra el periodista Ciro Gómez Leyva, aun no esclarecido?, preguntamos.
Debe acotarse que nada tienen que ver los casos de bullying entre jóvenes, con los torpes, agresivos y peligrosos avisos provenientes de fanáticos exacerbados a través de quemas, mensajes en redes o con difusión de pasquines.
O acaso sí pueden correlacionarse, porque a final de cuentas todo ello gravita en torno a un clima de violencia que de modo complaciente parece invadirnos y que tendríamos que erradicar, cualquiera que sea su expresión, su origen o su propósito. Violencia genera más violencia.
En esa espiral que parece incontenible, todos como sociedad somos al mismo tiempo responsables y culpables.