Mireya Novo / Agencia Enfoque
Arturo López Cano es trastataranieto del hombre que en la familia se dedicó a ser alfarero.
Chozno es el otro nombre para designar este parentesco.
Y este hombre, quinta generación de modeladores de barro en el barrio de La Luz, hasta donde su conocimiento de ascendencia familiar llega, dirige la orquesta en que trabajan parejo otras tres generaciones.
De esa manera, los más jóvenes que ayer hicieron unos mil 300 copaleros o incensarios en una sola jornada serían los hijos del bischozno del primer López que hace 300 años hacía cazuelas y otros utensilios en el mismo barrio, casi en la misma casa-taller, en la hoy Juan de Palafox.
En este altísimo árbol genealógico, la familia teme que se acabe el oficio en estos años, cuando es más evidente la falta de remuneración justa para el trabajo.
Porque las cazuelas para mole de cientos de personas salen de las manos de este clan, pero los clientes regatean.
Tanto, que la ganancia se esfuma, aunque en estas enormes semiesferas con orejas una persona pueda pararse encima sin que se rompa.
Y el costo en la salud es incuantificable: el proceso tradicional, de cocido en horno de leña, hace que la persona asignada al caldero tenga problemas pulmonares, cada vez más temprano, por la cantidad de gases tóxicos que respira.
Por lo pronto, ayer hicieron faena de copaleros para la temporada, una actividad que se frustra si hay lluvia porque entre cada uno de los tres grandes procesos de elaboración pasan por secado al sol.
Se hacen dos horneadas, la primera para obtener las piezas y la segunda para adherirles el brillante color negro que distingue a estos recipientes donde se quema el copal, la resina extraída de esa variedad de árboles que constituye el incienso mexicano.