Por: Adolfo Flores Fragoso/ [email protected]
Con cubeta y una rosa blanca en mano, Lucía oró quedito.
Postrada ante la tumba 389 (o 42D), de la calle 8 Poniente del lote de la Sociedad Mutualista del Panteón Municipal de Puebla, derritió sus ojos con un par de lágrimas y dijo entre labios: “gracias por despertarnos todos los días, don Javier. Se le extraña en la radio.”
Es la primera vez que platico largamente con una persona extraña –escribiendo a la vez–, en un cementerio.
Estos lugares son tan apacibles que permiten charlar con los muertos, y sanamente ignorar a los vivos.
Doña Lucía platicó de la vida y de sus ausentes, lo que nos convidó a realizar un necro-tour por el camposanto.
El parloteo de las aves fue tan intenso que imaginé diálogos entre los muertos, llenos de chismes absurdos e innecesarios, como buenos poblanos que somos.
Una tumba dedicada a las anónimas madres muertas me hizo recordar a Josefina, la mía.
Ella, mi madre, no fue anónima. Por el contrario, fue muy amada en todos los pisos donde ponía sus pies.
Antipanista, que lo fue, mi madre estaría alterada de ver las bancas blanquiazules del panteón municipal (sólo Anatere y el Mosquito le caían bien; el resto, no).
En otra visión, doña Josefina se pondría en firme ante el obelisco dedicado “a los combatientes de Santa Clara, iniciadores de la Revolución Mexicana”.
Para mayor orgullo de ella, como excelsa egresada del Instituto Normal del Estado “Juan Crisóstomo Bonilla”, rezaría ante ese partenón dedicado al licenciado Juan y el resto de su familia.
Qué extraño resulta escribir entre tanto difuntito, sin señal de telefonía, sin señal de vida; con niños presentes en tumbas que huelen a miradas no concebidas.
El cementerio es una invitación al reencuentro con vidas pasadas y recuerdos no tan muertos, pues la muerte no es una casualidad.
La muerte es un mal necesario para darle paz a muchos que no la vivieron.
Nadie descansa en paz.
La paz, como tal, es una utopía que juega al ajedrez.
“¿Por qué nos busca la muerte y nos gana?”, preguntó Schiller sin encontrar la respuesta.
Doña Lucía posó sus ojos en la tumba de Javier.
“Todos terminamos luciendo así”, espetó Lucía.
“Padre, Hijo, Espíritu Santo…”, y nos despedimos.
La tarde lucía azul y muy fría.
Así lucía.