Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Santo que fuma, bebe y resguarda
San Simón protege a las vedettes, a las “fichas complicadas”, y sus clientes.
San Simón porta un pitillo y un vaso de “remedio” en su mano.
San Simón protege así a la gente pudiente. Los que no requieren de él, pero que oran
para que la sociedad poblana no hable de ellos en sus horas aciagas.
San Simón. Tan presente en una cantina, como escondido debajo de un edredón italiano
(de marca) en el barrio de Sonata
Un edicto pontificio del siglo XVII estableció términos y condiciones para celebrar festivamente a los santos y las santas.
Para vivos y muertos.
Religiosidad pública y a la vez privada: la “festus” como motor de la economía de la comunidad, pero también en favor de las arcas eclesiásticas.
A partir de 1643, las tabernas fueron convertidas en centros de acopio de dineros para la Iglesia europea, un protocolo también trasladado a la Nueva España que, entre pulquerías y cantinas, logró evangelizar a los parroquianos con una imagen virginal frente a ellos: “ven a nuestro reino, ¡salud!”, era la frase coloquial escuchada en los antros del virreinato, para después beber y jugar las cartas o bailar polonesas o zapateados “de negros”.
La cantina como punto de socialización y relajamiento de las buenas conciencias.
La cantina como una anécdota que inspira palabras y creatividad a partir de dos desconocidos. O más.
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La carta de licores es vasta: anís de Castilla, licores de hierbas, membrillo o mistela, tejocote, jerez, rompope o el remedio de la casa que es “el lomo de rana”.
En la acera oriente de la antigua calle de la Amargura o de los Merinos (3 Norte 800) de la Puebla de los Ángeles, “La Mina de Plata” es una de las cantinas que otorgan ciudadanía de poblanía a quienes ingresan.
Turistas europeos y pudientes comerciantes de ascendencia española son sus clientes frecuentes. Vendedores deambulantes y poblanos con momentos de tormentos de identidad, también.
La licencia de funcionamiento sella como fecha de autorización al año 1926, a nombre de un ruso que preparaba brebajes extraños para curar “crudas” de sus comensales.
Don Santos Díaz Fernández, asturiano recién exiliado de la guerra civil española, ofrece una noble cantidad de dinero en plata para comprar el negocio.
El ruso acepta la plata y don Santos recrea la cantina “La Mina de Plata”.
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Rodrigo Caro, sevillano nacido en 1573, escribió en cierta tarde de un cierto instante nostálgico: “las fiestas de taberna son un añorado juego de muchachos”.
La inquisición lo persiguió por asuntos menores. Por cierto.
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Toño Díaz, hijo de don Santos, queda al frente de “La Mina de Plata” en los años 90 del siglo pasado.
Con las recetas de los “remedios” en sus abundantes neuronas, transmite esa sabiduría a su esposa, Elena, quien a la muerte de su marido asume la responsabilidad de representar la marca de “La Mina…”. Con Marquitos y José, leales empleados de toda la vida. Hoy representados por Pepe, el nieto.
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Umberto Eco dijo que es mejor escuchar a un borracho en un bar, que a un loco e idiota que escribe en la internet.
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Pedro presume de sus visitas frecuentes a “La Mina de Plata” desde niño.
Su primera cerveza la bebió a los 17 años, escondido detrás de la barra hace 35 años.
Rebelde menor de edad, supo encarar las tardes con parroquianos a quienes no les era ni les son servidos –hasta la fecha– “más de tres tragos; para que lleguen en paz a sus casas”, comenta Elena.
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Rodolfo me encara y aclara:
“Tumá, tumá, tumá
Tu máquina de coser.
La tu, la tu, la tu,
la tuya he de componer.
Chinga tu madre
me dijo un enano.
Chinga la tuya,
ya estamos a mano”.
Las buenas conciencias poblanas tal vez sean escandalizadas por tal lenguaje, pero… “Ni que diario te cepilles los dientes con agua bendita”, decía mi abuela.
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Hace casi 30 años, “La Mina de Plata” fue incendiada por manos anónimas en su puerta y barra.
Calcinado todo, sólo la imagen de una señora de Guadalupe sobrevivió a la tragedia.
Y ahí está.
Protectora de vida.
Para vivos y muertos.