Antonio Peniche García
Segunda y última parte
Escribe Daniel Goleman, psicólogo estadounidense y creador del best seller La Inteligencia Emocional:
“Sólo existen tres alternativas a partir del conflicto: sumisión, huida o gestión. La primera nos somete, la segunda no resuelve nada y la tercera es la única opción viable”.
El éxito de cualquier relación se reduce a la capacidad de las partes de gestionar el conflicto. Y hay que entender que el conflicto es la norma, no la excepción.
Las discordancias se hallan a nuestro alrededor. Si no existen, entonces es muy fácil discernir lo que sucede. No se tiene vida y se vive aislado de cualquier tipo de contacto humano.
La manera de abordar los desencuentros es lo que hace la diferencia. Cuando el camino nos presenta una discrepancia, tenemos la oportunidad de decidir que la ocasión se convierta en una oportunidad de aprendizaje y crecimiento.
Si encauzamos el proceso de manera correcta, es posible salir fortalecidos de cualquier disputa.
Una actitud positiva nos permitirá abordar con apertura la problemática. Nos impulsará a conocernos más a nosotros mismos y nos ayudará a descubrir puntos de vista alternos y divergentes.
Debemos educar nuestra mente.
Hay que aprender a soltar. Es infructuoso, imposible, tener control de todo. Menos de las opiniones ajenas. Un río sigue su cauce sin esfuerzo. Su propia esencia lo hace fluir y lo lleva a desembocar en el océano. Y aprender a fluir es esencial en la vida, valga la redundancia.
Comprender que nadie tiene la verdad absoluta y que cada opinión o juicio personal emitido lleva incluidas las propias experiencias y emociones es inherente a un verdadero y real proceso de crecimiento. Asimilar nuestras diferencias y gestionar nuestros conflictos forma parte del desarrollo del ser.
Tener la capacidad de analizar, de hacerse cargo de sus propias culpas, responsabilidades y, en su caso, de no ahogarse en los errores ajenos debe volverse parte de nuestra evolución.
Construir relaciones sanas es entender que lidiamos juntos contra los problemas. No pelear por definir quién gana o quién impone “su propia razón o verdad” a los demás. Debemos procurar tener muy bien ubicado a nuestro ego, que es el que nos juega las peores pasadas.
Es trascendental para una sana existencia comprender y asumir que, al final, la causa de nuestra infelicidad la encontraremos mirándonos al espejo.
Ignorar nuestras heridas y no trabajarlas sólo nos conducirá a un laberinto de desesperanza y frustración vivencial. Seremos participantes en la carrera de la rata. La soberbia nos puede hacer pensar que le ganaremos a las leyes del universo.
Nuestro “demonio blanco” no tiene prisa. Si lo repudiamos, nos esperará pacientemente a las puertas de nuestro propio infierno.
Ahab siempre miró a Moby Dick como la causa de todas sus frustraciones, enojos, desventuras, dolor e infelicidad. La culpaba de la pérdida de su pierna y sólo era un cachalote existiendo. Viviendo en paz. Al cetáceo lo obligaron a luchar por su vida.
Era el propio Ahab quien quería asesinar a la ballena blanca para llevarla como trofeo. La pérdida de su pierna fue consecuencia de sus propias acciones. Jamás quiso asumir su responsabilidad, y respiraba por la herida.
¿Era sólo la falta de su pierna o había otras pérdidas mucho más profundas y dolorosas?
¿Sería herida de abandono, de rechazo, de traición o de violencia? Alguien lo había humillado o maltratado, o lo habían tratado injustamente? ¿Qué carencias había tenido en su infancia el obstinado capitán?
¡¿Cuánto dolor no trabajado llevaba a cuestas el comandante del Pequod?! Tan grande era ese dolor que hundió su propio navío en una inmisericorde y brutal persecución, carente de toda sensatez.
¿Qué tan pesada era el ancla de su tristeza y desasosiego que, a pesar de su gran experiencia marítima, su ofuscada estrategia condujo a su equipo a un estrepitoso fracaso?
No quiso mirarse al espejo de su realidad. Nunca discernió y trabajó para encontrar la herida de su niño interno. Nunca acogió y sanó a su pequeño “demonio blanco”. Y con el tiempo se convirtió en un enorme monstruo.
Ahab y su propio leviatán terminaron por llevar al Pequod y prácticamente a toda su tripulación al desastre existencial.
El trabajo interno es imprescindible en la vida. Cada quien tendrá la responsabilidad de dilucidar y desentrañar a su propio Moby Dick.
La razón primigenia del alma es trabajar y sanar a sus demonios, con el fin de evolucionar en nuestro intrincado proceso espiritual.
Como dice Yehuda Berg en su extraordinario libro Satán, una autobiografía: “En el momento en que admites tus errores, permites que la Luz entre en la situación. Y con la Luz todo –absolutamente todo– se puede arreglar”.
Si no lo hacemos, correremos el infalible e incontestable riesgo de que nuestro “demonio blanco” nos arrastre a los abismos del océano, como al propio Ahab.