Iván Mercado
Por décadas, en México las catástrofes fueron sinónimo de desgracia y de abundancia, de desigualdades cada vez más profundas entre la sociedad y de riquezas cada vez más obscenas entre los del poder.
Durante los gobierno federales priístas, no fueron pocos los gobernantes que al amparo de la corrupción sistémica, incluso daban “gracias al cielo” por la llegada de un huracán a costas mexicanas o por la destrucción provocada por un terremoto. Cuando estos fenómenos no se registraban, se les llegaba a escuchar decir en oficinas y pasillos: “Ya que Diosito nos mande algo para nivelarnos…”
Esta actitud cínica y hasta pública no fue exclusiva de priístas, también panistas, perredistas y otros extraviados en el poder a través de un partido menor, aprendieron a pedir al cielo para acumular en la tierra.
El camino siguió siempre una ruta altamente redituable e impune: la de la corrupción y la complicidad.
En México las tragedias naturales siempre han sido los escenarios idóneos para dirigir inversiones multimillonarias a ciudades, pueblos, comunidades y poblaciones que lo necesitan todo, pero que casi siempre reciben nada.
Al final, la fortaleza, la ignorancia o la propia necesidad del pueblo mexicano termina imponiéndose: El sistema los olvida cuando el último reportero abandona el sitio de la tragedia. La gente se resigna pronto, se conforma con muy poco y terminan retrocediendo en su calidad de vida reconstruyendo a veces desde la nada o con lo poco que les queda.
Y no, no es una teoría.
Ahí están las comunidades poblanas con sus templos y viejas casas destruidas aún tras los devastadores efectos del terremoto de 2017.
Hace casi tres años, desde el gobierno federal se anunciaron inversiones espectaculares del entonces Fonden para rescatar cientos de comunidades en Morelos, Puebla, Tlaxcala, Guerrero, Oaxaca y el Estado de México.
Todos necesitaban apoyo de la federación. En esos estados los medios dimos cuenta de miles de familias que lo perdieron todo, que dormían incluso en las calles mientras llegaba la “ayuda” del gobierno.
También en ese evento, el apoyo fluyó según el manual no escrito de las desgracias: Los fideicomisos se crearon, los contratos para la reconstrucción se repartieron con asombrosa rapidez por la “urgencia”, las despensas desfilaron por decenas de miles y las peticiones oficiales de ayuda no tardaron en aparecer dado el espíritu solidario del pueblo mexicano.
La historia se repitió: ante la tragedia de cientos de miles, la fortuna de unos cuantos al ordenarse el despliegue de miles y miles de millones de pesos a los que prácticamente no se les auditó ni se les pudo seguir el rastro, dada la “urgencia” y la “necesidad” de un pueblo que lo había perdido todo.
Incluso, aún hoy, el INAH adeuda mas de 60 millones de pesos de recursos federales por obras de recuperación que se autorizaron en Puebla para atender la destrucción del terremoto, según revelo el presidente de la CMIC en el estado, Héctor Sánchez Morales.
La urgencia de la tragedia volvió a ser la justificación perfecta para la opacidad.
Entonces, si eso sucedió con un terremoto… hay una pregunta que se impone: ¿Podría repetirse la misma historia con una pandemia sin precedentes y con efectos devastadores?
El actual gobierno federal enarbola, como su principal bandera, el combate frontal a la corrupción: “Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”, “No vamos a ocultar nada, ni vamos a ser tapadera de nadie”, “No le vamos a fallar al pueblo de México”, “No mentir, no robar y no traicionar al pueblo”; éstas son algunas de las frases más emblemáticas que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha expresado en repetidas ocasiones, para dejar en claro que no va a tolerar un solo acto de corrupción, aunque recientemente, también ha tenido que admitir que en la parte “baja” del gobierno siguen ocurriendo actos de extorsión, por que a decir del mandatario: «muchos no han entendido que esto (corrupción) ya cambió en México”.
Sin embrago, y más allá de los buenos deseos del Ejecutivo federal para acabar con uno de los cánceres de México, la realidad es que la tentación por manosear, manipular, desviar y dejar de auditar millones y millones de pesos aplicados en una tragedia y más aún en una pandemia, es enorme.
Los señalamientos y acusaciones ya comienzan a aparecer en la opinión pública por apoyos poco claros en sus reglas de operación, por despensas con aparentes sobre precios, por padrones de beneficiarios supuestamente manipulados, por contratos millonarios entregados con evidente conflicto de intereses y en el colmo de la torpeza o el cinismo, el intento de hacer pasar chatarra por equipos médicos de altas especificaciones y estándares de calidad para la muy delicada tarea de salvar vidas humanas.
Este triste circo apenas comienza.
En medio de la peor pandemia de los últimos 100 años, no sólo se atraviesan los clásicos vivales que hacen jugosos negocios a la sombra del presupuesto público, también comienzan a aparecer servidores públicos y hasta políticos con encargo que violando flagrantemente la ley, se han comenzado a dar a la tarea de entregar “apoyos” con su imagen, nombre, siglas, colores y hasta denominación de partidos políticos.
La tentación es grande y la condición humana es miserable.
En este contexto, no se debe soslayar el informe dado a conocer hace cuatro días por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en el que la percepción de actos de corrupción en instituciones de gobierno se redujo al pasar de 91.1% en 2017 a 87% en 2019.
Sin embargo, la tasa de prevalencia de corrupción y la tasa de incidencia de estos actos aumentaron en el mismo periodo de acuerdo con la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG).
Durante el primer año de la cuarta transformación, el costo de la corrupción en la realización de pagos, trámites o solicitudes de servicios públicos fue de 12,770 millones de pesos.
Con base en estos datos, resulta muy revelador el informe de la organización civil Transparencia Mexicana, el cual entre otros muchos puntos, destaca que en plena pandemia por el COVID-19 sólo uno de los 33 órganos de fiscalización superior del país ha iniciado auditorias especiales por los efectos del coronavirus.
De todos las oficinas responsables de auditar y vigilar las acciones emprendidas para la atención de la emergencia sanitaria, 19 entes de fiscalización de Congresos estatales se encuentran activos, pero sin acciones de supervisión, los 14 restantes mantienen suspendidas sus labores por considerarse no esenciales.
De todos, sólo Sonora ha emprendido cuatro auditorías especiales para evitar los riesgos de la eterna corrupción en el manejo de los crecientes recursos públicos destinados a la atención de la pandemia.
Y entonces: ¿Quién vigila?, ¿quién audita?, ¿quién custodia los recursos de los mexicanos?
A diferencia de las tragedias naturales, la pandemia que hoy nos somete no pasará en días, semanas o meses; la actual contingencia y sus consecuencias económicas y sociales durarán años, tiempo por demás suficiente para cuestionar y rastrear donde quedaron los recursos públicos multimillonarios aplicados desde cada nivel de gobierno.
El ejercicio de los órganos de fiscalización en México tienen enfrente una prueba histórica. Un deber legal y ético del cual no podrán sustraerse evocando al olvido colectivo.
En esta ocasión, la tormenta y sus consecuencias no pasarán en días o semanas.
Por eso, los tiempos y circunstancias actuales evidenciarán tarde o temprano la talla de quienes están tomando las decisiones oficiales.
Exhibirán, pues, si los actuales fueron tiempos de estadistas o de miserables.