Desde que agarró un balón en las calles de São Paulo, descalzo, Muricy supo que quería ser futbolista. Tenía como ejemplo a su papá, también mediocampista, de quien hereda el carácter y una personalidad fuerte.
Su tío es quien lo convence de presentarse al São Paulo, porque todas las tardes atestigua el talento de su sobrino de nueve años en las cascaritas que juega a unos pasos de su casa.
Lo admiten y empieza su paso por todas las categorías de su equipo favorito (¡qué suerte!). Juega de ocho, pues le gusta estar cerca de los delanteros y del gol.
Desarrolla una técnica de golpeo impresionante que le aprende a las grandes estrellas (¡como Pelé!), viéndolas jugar en el estadio Murumbi.
A los 16 años ya está en el primer equipo y el debut llega antes de lo pensado gracias a una feliz casualidad. El centrocampista titular se lastima y su reemplazo también está lesionado, así que el técnico le dice: “vas tú”.
Muricy lo hace muy bien y de inmediato se gana la titularidad. En 1977, una lesión de rodilla lo deja fuera del Mundial de 1978.
En 1979, el habilidoso jugador llega a La Franja después de que Manuel Lapuente viajara hasta Brasil para convencer a su papá. Los primeros meses son difíciles, pero, una vez aclimatado, Muricy y su familia se sienten muy a gusto.
Esta felicidad en la vida privada produce buenos resultados: en 1983, el equipo gana su primera liga. La clave del éxito pasa por una plantilla equilibrada, pero, sobre todo, mentalizada, con hambre de triunfo, convencida de que todo es posible.
El trabajo de Lapuente es fundamental, pues es él quien escoge a los jugadores, los motiva y mentaliza, les habla de manera franca, transparente y directa.
Pero la tragedia llama a la puerta dos días antes de la final del torneo. La noticia llega desde Brasil: su papá –su amigo, el que siempre creyera en él– ha fallecido en una cancha jugando futbol.
Muricy está devastado y sólo consigue sostenerse gracias al apoyo de sus cercanos, sobre todo de su mamá, quien le hace ver que el mejor homenaje es salir campeón, y de Lapuente, quien habla con él, lo consuela y lo convence de salir a ganar, cosa que Muricy hace con asistencias y goles.
El triste suceso también obliga al jugador a salir del club, pues debe regresar a Brasil para estar cerca de su mamá, quien no pudo adaptarse a la altura de Puebla tras intentarlo un tiempo.
Ni Muricy ni su familia querían irse: “yo me quedaba para siempre en Puebla”, dice nostálgico.
Tras retirarse, empieza una exitosísima carrera como entrenador, cuyo momento estelar llega en 2011, cuando gana la Copa Libertadores con el Santos.
Mientras festeja en la cancha, siente una mano en el hombro y, al voltear, ¡ve a Pelé! sonriéndole. El Rey lleva a un estupefacto Muricy a dar la vuelta olímpica para festejar el triunfo de su equipo.
En realidad, Muricy nunca se fue de Puebla. Aún hoy habla con muchos amigos que ahí hizo y se mantiene al tanto del equipo, del que se declara aficionado.
Para él, Puebla es un lugar del que uno no se olvida. La comunión con el club y los camoteros es total: “fui uno de ellos, soy uno de ellos”, dice emocionada esta leyenda enfranjada.