El fin de semana pasado, ocurrió y sus compañeros de oficina no se reponen de la penosa sorpresa y algunos aún no pueden creerlo.
Él se había presentado a trabajar, puntual y sin novedad, todas estas semanas.
Tomaba su puesto en el edificio más grande de la compañía en Puebla y hacía su jornada.
“Tiene 32 años, máximo 33. No puedo decir tenía, no me acostumbro a que no esté”, dice uno de sus compañeros, uniformado, en la puerta del sitio, en el bulevar Norte, en su hora de comida.
Lo vieron, lo saludaron, convivieron con él.
Hace ocho días, justo, llegó descompuesto de la cara. Se le veía agotado o triste.
Lo notaron los más cercanos y le preguntaron si estaba bien. Dijo que muy cansado.
Extraña y pesadamente agotado. Pero el día anterior trabajó normal, hizo la vida después de la oficina como siempre y no hubo gran alteración de la rutina.
Pero estaba pálido. Desganado. Un poco distraído.
El viernes sí se sintió mal.
Y, en un momento, tuvo problemas para respirar. Fue enviado a su casa. Llevado por su familia al hospital.
El sábado falleció.
Sí, un día después.
Sin cumplir los 33.
Sin estornudar ni una vez.
Sus compañeros, en el edificio de Telcel, simplemente, no lo pueden creer.