Iván Mercado
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Las semanas pasan irremediablemente y el coronavirus se mete más y más en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestros hábitos y hasta en nuestras expectativas.
La humanidad entera atraviesa por un impasse del que no encontramos ninguna lógica de salida a este reto de adaptación global: las nuevas condiciones de convivencia, desarrollo y crecimiento natural de nuestra especie.
Todos, conscientes o no, vivimos en un duelo sin precedente en el que aún no damos crédito a la dolorosa pérdida de nuestra forma de vida. Así, como en la primera etapa de la ausencia, estamos negados a aceptar los vacíos, los cambios y las nuevas reglas.
Conforme avanzan los días, las semanas y los meses muchos vamos cobrando claridad no de la nueva normalidad sino de la dura realidad en la que nadie sabe como actuar o como volver para tratar de adaptarnos de forma rápida y eficaz.
Esa es justamente la razón por la que en muchos países se reportan nuevas oleadas de contagios provocadas por cálculos erróneos de reapertura y masas escépticas o ignorantes de la virulencia del COVID-19.
Las actuales circunstancias nos han puesto a prueba a todos.
Los gobernantes tienen que tomar decisiones muy poco populares –nadie saldrá bien librado–, los políticos tienen que dejar su voracidad eterna y cambiarla por una altura de miras inédita y la sociedad debe alejarse de la permanente irresponsabilidad colectiva para adoptar un compromiso sin precedente por el bien de la propia especie.
Han pasado siete meses desde que se reportó el primer caso de coronavirus en Asia y en realidad, nadie puede declararse vencedor a la pandemia porque realmente nadie sabe hasta hoy, que tan profunda y dañina puede resultar una enfermedad que millones y millones desestiman.
Es condición humana.
La mayoría aún no acepta que el mundo está cambiando rápidamente y, por lo tanto, siguen aferrados al pasado.
A poco más de medio año, hemos sido testigos de conductas tan disímbolas como erráticas.
Desde presidentes voraces e irresponsables hasta mandatarios dispuestos a perder cualquier futuro político por tomar las decisiones correctas para un presente doloroso y un futuro incierto.
Desde sociedades disciplinadas con su vida y con los confinamientos voluntarios y las nuevas reglas, hasta los habitantes indolentes atrapados por la necesidad y la ignorancia.
La vida ha cambiado para bien o para mal, pero sin duda ya no es lo mismo, solamente que no hemos querido aceptarlo. Es demasiado pronto aún admitir esta enorme pérdida colectiva.
El duelo se complica si agregamos a la ecuación, la eterna mezquindad y visión cortoplacista de nuestra especie, cuando líderes y mandatarios legítimos o no, están comenzando a distinguir en esta nueva realidad una oportunidad inmoral para construir escenarios convenientes a fines eminentemente personales.
Para todo aquel que guarda una responsabilidad ética y legal sobre una nación, la pandemia le impone dos horizontes tan separados en uno del otro que no hay ni tiempo ni forma de disimular: actuar con visión estadista por amor y responsabilidad histórica hacia su patria o volcar sus carencias emocionales, ambiciones y deficiencias humanas hacia un proyecto de acumulación injustificada de poder.
La clase gobernante está a prueba y el mundo está a punto de comenzar a experimentar una ola de cambios que pueden derivar en una sociedad resiliente, capaz de evolucionar o en un planeta globalizado con regresiones tan dañinas como indeseables para todos.
Estados Unidos es el epicentro de la pandemia con más de 2 millones de contagiados y 115 mil muertos hasta hoy, aún con esa condición y vulnerabilidad, su presidente ha anunciado que a partir de esta semana reinicia una serie de giras de campaña para tratar de conquistar la reelección el próximo 3 de noviembre.
El inquilino de la Casa Blanca no ha tenido empacho alguno por exhibir su ansiedad para retomar su actividad proselitista; ya fueron anunciados actos multitudinarios, pero no han sido especificadas las estrategias de prevención sanitaria para evitar exponer a sus simpatizantes a potenciales contagios multitudinarios en medio de una pandemia que está a la espera de incautos o irresponsables.
En México faltan 355 días exactos para acudir a la urnas y votar en las elecciones intermedias para renovar las posiciones del Congreso de la Unión, así como quince gubernaturas.
Legalmente, el proceso electoral deberá iniciar hasta septiembre próximo, sin embargo, en los hechos, éste ya arrancó con un presidente que ha desplazado todas las recomendaciones científicas y, en medio del punto más peligroso de la pandemia, ha comenzado a visitar diferentes estados marcados como zonas de muy alto riesgo sanitario, Puebla es el mejor ejemplo.
Ellos están en lo suyo, en la búsqueda del poder. Desde esa lógica, se moverán sin recato a fin de garantizar sus proyectos políticos.
Nosotros, educados en un sistema de gobierno paternalista, estamos esperando las señales de una “autoridad” atrapada entre la ignorancia, la incapacidad, la división y las buenas intenciones que se han quedado sólo en eso.
Nosotros, en esta tormenta de muertos, infectados, asintomáticos y rebrotes, estamos únicamente sujetos al madero de nuestro sentido común, de nuestros instintos y de nuestra inteligencia emocional.
El reto que tenemos enfrente es sobreponernos a una pandemia sin control y a un sistema que se aferra a los viejos esquemas de manipulación de masas para seguir ostentando el poder.
El dilema, tarde o temprano, alguien tendrá que cargar irremediablemente con el costo de las enormes pérdidas que nos dejará el coronavirus.
Esos serán los de la clase gobernante, ellos lo saben bien y por eso necesitan, les urge, aprovechar hasta el último minuto de sus posiciones.
Ellos ya ignoran públicamente a la enfermedad y van sin pudor por más poder.
Nosotros, distraídos y confundidos, tendremos que intentar salir adelante de estas dos lacras: la pandemia del coronavirus y la ambición.
Así las cosas, resulta urgente espabilarnos y comprender que nuevamente, estamos por nuestra cuenta.