Arturo Luna Silva
Un muerto salió volando por los aires.
Y también, aunque dispersos, algunos huesos humanos: cráneos, manos, piernas dedos… fosilizados por el paso del tiempo.
Arrancados con furia de su fosa de cemento, dos ataúdes surgieron a la superficie y quedaron, incluso, a mitad de la barranca.
Entre ellos, el de la mamá de Alejandro Martínez, fallecida hace 12 meses por un paro cardiaco.
El que guardaba los restos de Anita Nochebuena –sepultada en julio de 1997 a los 60 años de edad– fue detenido, y nadie se explica por qué, por una rama de bejuco.
Por eso, sólo por eso, el cadáver no salió disparado hacia abajo.
El de Santiago Jiménez –inhumado en 1996– no corrió con la misma suerte.
Los remolinos provocaron que rompiera la tapa del féretro que lo guardaba.
Y que Santiago saliera disparado 200 metros abajo.
Fue tragado, literalmente, por el lodo. Golpeado una, mil veces, por las piedras.
Mutilado de una oreja, la derecha.
En su viaje fue acompañado por cráneos, manos, piernas, dedos sueltos de otros cadáveres.
Abajo, a su lado, quedaría boca arriba la cruz de madera que consigna que nación y murió hace poco en la Sierra norte de Puebla.
La escena final fue dantesca.
“Horrible, espantosa”, como afirma Teresa Soto.
El cementerio local –ubicado sobre una barranca que se derrumbaría y que a su paso arrasaría con todo– quedó parcialmente destruido.
Al menos 20 ataúdes emergieron de la tierra fracturada, húmeda.
Tal fue aquí la fuerza de las lluvias.
Dos días después, los restos humanos hallados ladera abajo, así como el cadáver de Santiago, tuvieron que ser recolectados y una vez más sepultados “donde se pudo” por los habitantes.
Y ahora a ninguno de éstos les queda la más mínima duda: las lluvias no sólo los dejaron sin techo.
También se burlaron –y cómo– de la muerte donde ya había.
***
Y tras el estruendo inició, aquí, la pesadilla.
Cocinas, comedores, ropa, colchones, comida…
Todo se fue barranca abajo.
Allí, donde el río fue vuelto una tormenta.
De la parte trasera de las 80 casas ubicadas sobre el lado norte de la avenida Independencia, zona ésta de alto riesgo por estar asentada en el filo de un voladero, salió desprendida toda clase de objetos.
Incluso, animales vivos: un marrano, una vaca, tres caballos… que en segundos fueron tragados por el alud de lodo.
“Fue una fortuna que los vecinos hayamos desalojado las viviendas 30 minutos antes de los derrumbes. No se lo estaría contando”, cuenta “con la piel chinita” Humberto Ramírez, uno de los sobrevivientes.
El piso del cuarto donde dormía el bebé del profesor Rogelio Guzmán se rompió y cayó, igualmente, hacia el desfiladero.
Afortunadamente, en esos momentos el niño estaba en brazos de su mamá, en casa de la abuela.
La cuna, vacía, “sí salió volando”.
Uno de los salones de la telesecundaria –construido hace no más de un mes– también se perdió.
A lo largo de 10 cuadras, todas las viviendas presentaron daños similares. Una parte, o toda, de su estructura, se fue al vacío.
Pero no con sus dueños adentro.
A las cinco de la mañana del pasado martes, corrió la noticia: las lluvias habían derribado la casa de don Pascual Orduña, y sepultado y provocado la muerte a Antonio Orduña, de 14 años de edad.
“Entonces decidimos irnos de aquí. Sabíamos que venía duro. Y como fue”, explica Marcos Mora, obrero.
A este joven –una de las seis víctimas fatales de Tlatlauquitepec– le debemos la vida”. Asegura Juián Benítez.
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Este municipio fue uno de los más lastimados por las lluvias más fuertes de la historia.
Ninguno de los habitantes de las colonias El Arenal y Huaxtla –ambas asentadas desde hace 30 años sobre barrancas– podrá volver a sus hogares.
Los daños son irreversibles.
“Ya no tenemos nada, todo se acabó”, señala el campesino Everardo García. Él mismo perdió su vivienda y ahora no sabe a dónde llevar a vivir a aus 14 familiares.
“Nunca había visto un desastre así. Se lo juro por el milagroso señor de Huaxitla”, resume el vecino más viejo de la localidad, don Salvador Guerrero, de 80 años de edad.
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Postes de luz y de teléfono derribados. Automóviles atascados de lodo, piedras y ramas, a mitad del río.
Viviendas abandonadas, completamente cubiertas por el agua que no deja de traer la persistente lluvia. Colinas fracturadas.
Niños y adultos recorriendo veredas, en busca del alimento que no tienen. Familias enteras tratando de reconstruir en algo sus casa derrumbadas. Ausencia del Ejército en las colonias más afectadas.
Olor a muerte. Rostros impávidos y entristecidos. Caminos cortados Falta de agua. Largas filas, y duras disputas, frente al único manantial disponible. Desolación y pesar por todos lados.
Eso fue lo que ayer pudo observar el gobernador Melquiades Morales Flores, tras visitar por vez primera Tlatlauquitepec.
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Catalina Mora Luna llegó a vivir a un lado del río hace un año.
Ahí instaló su hogar, junto con los de doña Teresa Francisco, Juán Mirón y Tania Martínez, los tres, sus vecinos.
Como ellos, Catalina tuvo el martes que abandonar su casa porque la corriente se metió hasta su cocina y, luego de despedazar el techo alcanzó seis metros de altura.
“Yo, mi esposo Víctor y mi hija nos fuimos con lo que traíamos puesto”, lamenta.
De eso han pasado siete días.
Ayer, Catalina regresó a su vivienda totalmente destruida para intentar sacar su colchón. No lo logró. El río seguía embravecido, fúrico.
Catalina mejor se regresó al albergue donde anoche durmió intranquila.
Su perro –Froylán– sigue adentro de su casa desde el desalojo.
Está atrapado. No se atreve a cruzar el río.
Mientras Catalina y su marido deciden qué hacer a partir de ahora, Froylán se sube a la azotea de la vivienda fantasma.
Ahí espera .
Y ahí, sentado sobre sus dos patas, aúlla. Mucho. Como con mucho dolor.
Y es que lo sabe bien: él es, por ahora, el único guardián de la desgracia de su única familia.