Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
En 2017, Google despidió a James Damore, uno de sus ingenieros de software, después de responder un cuestionario público cuando participaba en un taller en línea sobre el empleo frente a la diversidad en los Estados Unidos.
Damore sugirió que la relativa escasez de mujeres ingenieras no era totalmente producto de la discriminación, pues había también “diferencias entre los cerebros masculinos y femeninos que tendían, en conjunto, a conducir intereses diferentes”.
Si bien nunca afirmó que el cerebro de las mujeres fuera inferior en su capacidad, aclaró que los cerebros masculinos son diferentes –no superiores–, y que son cerebros dominantes en los intereses de las empresas, como desafortunada e históricamente ha sucedido en este reciente mundo tan egoísta, como sexista.
Sus argumentos fueron analizados por neurocientíficos consultados por Google quienes, sin darle totalmente la razón, reconocieron que había cierto fundamento en lo argumentado por Damore.
Quien sí se ofendió fue la “Inquisición de la diversidad” de las redes sociales, quienes presionaron hasta lograr que despidieran al ingeniero cuestionado.
Vale la pena destacar que la corrección política de Google, al igual que la de Facebook y otras plataformas, es arbitraria. Como empleados o usuarios, la hemos sufrido en alguna ocasión. En un reciente texto, el articulista especializado en estos temas, Dan Hannan, advirtió que “las megacorporaciones son hoy las que imponen valores políticos y morales a sus empleados quienes, en consecuencia, los imponen al resto de nosotros, esos que somos sus consumidores.”
Otro ejemplo: si los disturbios de Black Lives Matter del año pasado no hubieran sido el detonante de los movimientos anti o prorracistas, las consecuencias hubieran sido las mismas en los Estados Unidos.
Un anticipo lo dio Nike, cuando en el verano anterior al movimiento, retiró un par de tenis porque el jugador negro de futbol americano, Colin Kaepernick (el primero en arrodillarse al escuchar el himno de su país como expresión de protesta por la persecución racial contra los afroamericanos), declaró que la bandera de Betsy Ross (diseñadora del primer lábaro estadounidense de sólo trece estrellas, de las trece colonias) y que adornaba la caja de los zapatos, era un símbolo racista.
Un absurdo del jugador, pues nunca evidenció históricamente su afirmación, luego de que la misma añeja bandera había ondeado en la toma de posesión de Barack Obama sin que él y nadie levantara protesta alguna.
Pero Nike no perdió la oportunidad: retiró la imagen bordada por la señora Ross de las cajas de sus tenis, lanzó una campaña antirracista, y ganó millones de dólares en sus ventas gracias a Colin Kaepernick, dictando cátedra: “¡respeto a la comunidad afroamericana!”, que generó a Nike miles de seguidores, miles de consumidores y millones de dólares en ventas, reitero.
Otros ejemplos los han aportado Coca-Cola y Facebook, corporativos que un día atacaban las políticas republicanas, pero censuraban las voces conservadoras estadounidenses (que no son lo mismo).
Lo mismo hicieron Delta Airlines y American Airlines en aeropuertos de Georgia y Texas: “no te defraudaremos en tu viaje”, haciendo alusión al presunto fraude electoral en contra de Donald Trump en noviembre de 2020. Los viajeros de vuelos domésticos lo creyeron, y quedaron posicionados en sus marcas, para ser seguramente utilizados en los procesos electorales de 2022.
La llamada “moral” política ya es una pandemia mundial cuya vacuna no hay ni por milagro en México.
“Somos mexicanos”, “eres tu familia”, “es tu cuerpo”, “es un peligro para México”, “soy movimiento naranja”, son mensajes patrocinados por las empresas “socialmente responsables”, y tan éticamente irresponsables.
Pero ese, es otro tema.
Corporativos que generan las discusiones familiares de la comida del fin de semana a cambio de que vayas por más cigarros, un pan del osito, o un irreflexivo “break” con tu compa en el estacionamiento del Oxxo. Tan sólo por cantar después bajo una irremediable lluvia poblana.
Vivimos una época que ha despertado una extraña pero previsible religión.
Una religión superficial, basada más en presuntas virtudes que en el buen actuar, escribir y en el bien amar cotidiano.
Hasta a dios lo han convertido en una marca: si no crees en Él, no estás salvado.
“Cómpralo”, ordenan.
Hoy, las marcas comerciales asumen una función sacerdotal.
Corporativos que han invertido una gran cantidad de tiempo y dinero para ser considerados confiables, benignos y amigables. Y que asumen el papel de sacerdotes. Hasta en la diversidad, pese a que no la toleren.
En sus respectivos templos corporativos de extraña procedencia. Y con mercadotecnia política entre chafa, fifí y engañamensos.
Fingiendo libertad y tolerancia.
En sus corpus.