Fray Francisco Morales (en la imagen, dentro del convento que habita) y el profesor Jesús Joel Peña Espinosa explican el paso de los religiosos que desembarcaron en Veracruz y se asentaron con arquitectura majestuosa, escuelas e intervención política persiguiendo un proyecto-sueño
Textos: Mario Galeana
Fotos: Mireya Novo y Sergio Cervantes, de Agencia Enfoque
En 1524 doce frailes franciscanos cruzaron el Atlántico con la intención de evangelizar a millones de indios.
El 13 de mayo llegaron a San Juan de Ulúa, en Veracruz, y durante un mes caminaron hacia Texcoco, donde Hernán Cortés les preparó una recepción a la que asistió toda la ciudad. Al verlos llegar desmontó su caballo y se hincó para besar sus hábitos. Venían descalzos y polvorientos, desprovistos de armas o enseres. Por eso la escena era tan poderosa: el conquistador postrado ante los humildes viajeros.
La historia de la Iglesia católica en México descansa sobre las plantas de los doce. No eran los únicos frailes en la Nueva España, pero sí los primeros en echar a andar un programa de evangelización en este mundo nuevo, lleno de antiguos dioses celebrados en antiguas lenguas.
Por entonces, en Mesoamérica había mil 500 señoríos y cacicazgos, y más de cien familias lingüísticas. Poblaban el centro de la región al menos 8 millones de personas. Una inmensidad para unos cuantos misioneros. ¿Quién estaría dispuesto a emprender una tarea así? Sólo un grupo de utopistas.
“Los franciscanos estaban embebidos del espíritu del humanismo, para ellos significaba la posibilidad de construir nuevas sociedades cristianas en nuevas tierras. Habían abrevado muchísimo de los ideales de la utopía, del Renacimiento”, explica Jesús Joel Peña Espinosa, profesor investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en Puebla.
Pese a ser hombres de gran cultura, teólogos egresados de las mejores universidades, sus personalidades afloraron de formas distintas en Nueva España.
Venían dirigidos por fray Martín de Valencia, uno de lo defensores más radicales de una reforma para devolver a la orden el ideal de pobreza que guio a su fundador, San Francisco de Asís. Quizá por eso, pasó largas temporadas como eremita en un monte en Amecameca y no llegó a aprender la lengua indígena.
Su perfil contrastaba notoriamente con el de Fray Toribio de Benavente, que recorrió Mesoamérica para enseñar oficios, escribir crónicas, fundar templos e incluso una ciudad, la Puebla de los Ángeles. Adoptó el nombre Motolinía, una palabra que escuchó expresar a los indios cuando los vieron llegar, tan desvaídos y frugales: “Motolinia, motolinia”, pobres pobres.
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Una batalla por la evangelización
Como había que empezar por algún lado, en el mismo año de 1524 los doce franciscanos se dividieron en cuatro puntos para fundar los primeros conventos de la Nueva España: Texcoco, Ciudad de México, Tlaxcala y Huejotzingo, sitios densamente poblados y con una intensa actividad económica y política.
Pronto se fundaron otros templos en el territorio que hoy comprende el estado de Puebla, tales como Cholula, Tepeaca, Huaquechula y Tehuacán.
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En el templo angelopolitano se muestran, como si fuera un organigrama, los tres grupos que conforman la orden: hombres, mujeres y seglares. Abajo: la capilla Ecce Homo, en el barrio de El Alto, primera para indios.
Aunque la construcción de cada convento estaba motivada por circunstancias sociales y políticas distintas, los franciscanos no encontraron demasiada oposición entre los señores indígenas. Los adversarios eran, en realidad, otros españoles: los encomenderos.
Los encomenderos tenían la concesión de exigir tributos y trabajo a los indígenas. Mucho más que trabajo, esclavitud. Bajo el ideal utópico y humanista de los franciscanos, esto era intolerable. Por esa razón, muchos conventos fueron construidos para tratar de contener la explotación ejercida por los encomenderos.
“El caso de Tehuacán es evidente: la república de indios de Tehuacán viaja a Huejotzingo y les suplica a los frailes que construyan un templo allá. No fue exactamente porque ansiaran el evangelio, sino porque querían una alianza que les permitiera frenar la avanzada de los encomenderos. Por eso el templo comienza a construirse tempranamente en 1534”, explica el investigador Jesús Joel Peña Espinosa, especialista en la historia de la Diócesis de Tlaxcala-Puebla en la época novohispana.
A medida que aprendían las lenguas, los frailes enseñaron a los indígenas a promover escritos ante la Corona, que los reconoció como vasallos del Rey, para denunciar abusos, emprender litigios y querellas.
Debido a estas y otras acciones, los franciscanos se encontraron inmersos en un enfrentamiento brutal con la Primera Real Audiencia, el tribunal de la Corona en la Nueva España presidido por Nuño Beltrán de Guzmán, un conquistador que rivalizaba con Cortés.
Uno de estos episodios ocurrió en Huejotzingo en 1529, cuando los caciques y sus familias se atrincheraron en el convento de la ciudad para protegerse de los encomenderos que exigían su tributo. El guardián del convento, que era el mismo Motolinía, amenazó con excomulgar a los españoles si violaban el derecho al asilo.
Ese mismo año, la Primera Real Audiencia acusó a los franciscanos de iniciar una conjura, pero solo un año después fueron depuestos y se nombró a la Segunda Real Audiencia, con integrantes mucho más preparados, como los juristas Juan de Salmerón y Vasco de Quiroga.
Entre la barrera del lenguaje, las batallas políticas y la inmensidad de toda la región, la primera década del proceso de evangelización fue sumamente complicada.
“Para establecer un diálogo con conceptos tan abstractos como Dios, cielo, infierno, salvación o alma, pudieron haber pasado seis o siete años desde su llegada”, apunta Peña Espinosa.
Es posible que esto explique por qué, a principios de 1530, fray Martín de Valencia trató de viajar a China para predicar en esas tierras. No pudo conseguirlo porque ocurrió un accidente que interpretó como presagio:
“Intentan embarcarse en las costas del Pacífico, ¡pero se les destruye la nave y lo toman como una señal de que Dios quería que se quedaran!”, recuerda a risotadas fray Francisco Morales, director de la Biblioteca Franciscana que se encuentra en el Convento de San Gabriel Arcángel en Cholula.
Humor aparte, fray Francisco Morales cree que el hombre más espiritual de los doce pudo haberse decepcionado a raíz de los enfrentamientos de la orden con los conquistadores que integraban la Primera Audiencia.
“Fray Martín de Valencia se pregunta: “¿qué hago aquí, metido con esta gente que me estorba? Mejor me voy a un sitio en donde sí me acepten”. La Primera Audiencia fue un desastre y persiguió a los frailes de tantas formas posibles porque eran los únicos que defendían a los indígenas”.
La arquitectura franciscana
Hacia 1528, dos distinguidos frailes franciscanos se embarcaron en la misma travesía de los primeros doce: fray Juan de Zumárraga, que había sido nombrado el primer obispo de México, y fray Juan de Alameda, el arquitecto más virtuoso de aquellas décadas.
Alameda trazó los conventos de Huaquechula, Tepeaca, Tecamachalco, Cuautinchan y Atlixco, y diseñó los acueductos que servirían para proveer agua a las nuevas ciudades. También fue autor y constructor de dos: Tula y Huejotzingo.
El señorío de Huejotzingo estaba compuesto por 16 barrios que vivían en las montañas. Durante la Conquista, los barrios se aliaron a Hernán Cortés y lo ayudaron a explorar rutas más rápidas para invadir Tenochtitlan a través de los senderos del Popocatépetl, que exhalaba piedras y lava frecuentemente.
Esta alianza fue la razón por la que en Huejotzingo se construyó el convento de 1524, uno de los primeros en todo el continente. Y, más tarde, la ciudad que fray Juan de Alameda había diseñado. En 1555, los 16 barrios habían dejado las montañas para vivir en la ciudad y eran gobernadas por un cabildo indígena.
Para el profesor Peña Espinosa, esta política de congregación de los pueblos tenía tres razones: “Controlarlos mejor, catequizarlos mejor y dar territorialidad y jurisdicción a los nuevos gobiernos indígenas reconocidos por la Corona”.
Ese mismo año también terminó de construirse el convento de San Miguel Arcángel, una reedificación de aquel en el que Motolinía había dado asilo a los caciques indígenas. En este nuevo convento fue pintado el mural más antiguo que existe sobre los doce primeros franciscanos: están, dispuestos en dos hileras, orando de rodillas mientras miran una cruz, cubiertos por los hábitos polvorientos que besó Cortés a su llegada.
Para ese momento, hacia la segunda mitad del siglo XVI, la Provincia Franciscana del Santo Evangelio ya era artífice de toda una arquitectura que se extendía hacia la Sierra Norte, la Mixteca y la Sierra Negra, en veinte ciudades del territorio de Puebla. También había fundaciones franciscanas en el Valle de México, Hidalgo, Tula, Querétaro, Mérida y Guadalajara y Valladolid.
Otras órdenes religiosas también exploraban los caminos del Nuevo Mundo. Los dominicos arribaron en 1526, los agustinos en 1533, y ambas órdenes habían erigido monasterios en Puebla y Morelos. Hacia las últimas décadas del siglo XVI, algunas de estas órdenes ocuparon templos franciscanos que, ante la falta de frailes, habían quedado vacíos.
La evangelización ya no dependía exclusivamente de los doce. Pero los nuevos misioneros caminaban sobre las huellas que habían dejado sus predecesores.
El sincretismo religioso
En las primeras décadas del proceso de evangelización, los primeros doce franciscanos llevaron a cabo bautizos de miles de personas en conventos como el de Tehuacán, Huaquechula y Huejotzingo, según las crónicas de la época.
“Pero eran bautismos de niños, ¿eh? Ve tú a saber qué pensarían los papás. Ya en 1535 hubo una discusión muy fuerte entre franciscanos y dominicos, porque los segundos eran más ordenados y querían que los niños fueran instruidos antes de ser bautizados. El Papa le dio la razón a los franciscanos, pero sólo porque se trataba de niños”, recuerda fray Francisco Morales, que ha dedicado más de una centena de artículos y toda una vida a desgranar la historia de la orden.
Los niños desempeñaron un papel crucial en el proceso de evangelización. Con frecuencia, los frailes tomaban a los pipiltin –hijos de los nobles indígenas– para educarlos en un entorno casi conventual, enseñándoles su lengua, costumbres y cosmovisión. Así, mientras los niños eran convertidos al cristianismo, los frailes aprendían también de las comunidades indígenas.
“Con la Conquista hubo un desplazamiento de linajes, una movilidad social causada por guerras y epidemias. Cuando la Corona indica que los indios podrán formar repúblicas, administrar justicia y recabar el tributo, los indios tienen el interés de rehacer todas esas relaciones políticas y los frailes aprovechan esa estructura”, agrega el profesor investigador Jesús Joel Peña Espinosa.
Una forma de hacer que los indígenas se involucraran más en los ritos fue a través de los espacios exteriores. En los templos se incluían capillas posas, dispersas a lo largo de las esquinas del atrio, para organizar peregrinaciones en las que se incluyeran cantos y alabanzas. También de incluyeron capillas abiertas porque, hasta entonces, el culto a los dioses prehispánicos se había realizado al aire libre.
En las fachadas de los templos se incorporaron flores, íconos vinculados todavía a los dioses prehispánicos.
“Pero no se trataba de una negociación”, dice tajante fray Francisco Morales. “Era un sincretismo, una forma de expresar un sentido religioso con nuevas imágenes”.
La utópica (y fallida) Puebla de los Ángeles
En 1516, el filósofo Tomás Moro publicó un libro que describía la vida de un lugar idílico en el que no existía propiedad privada, escasez o miseria. El sitio se encontraba en una isla remota que llevaba por nombre Utopía, que significa “lugar que no existe”, situado en “ninguna parte”.
Era un territorio imaginario en el que Moro condensó las expectativas que la sociedad occidental depositaba en el Nuevo Mundo hacia finales del siglo XV y principios XVI.
La utopía inauguró un postulado filosófico y una tradición literaria basadas en la búsqueda de una sociedad ideal, pero seguramente también alimentó el fuego misionero que cada franciscano llevaba en el pecho.
Los franciscanos tenían la intención de crear una ciudad en la que los españoles y los indígenas trabajaran la tierra honradamente, sin abusos. Su deseo coincidió en 1530 con la llegada de la Segunda Audiencia, y eso favoreció los planes de la creación de Puebla, la Ciudad de los Ángeles.
“La idea, en realidad, viene del virrey Mendoza; lo que querían hacer era una población para españoles que no se dedicaran a la encomienda. Hay varios intentos de dónde y cómo y, viviendo tan cerca, los franciscanos de Cholula también son consultados y participan en la planeación de la ciudad”, acota fray Francisco Morales.
De acuerdo con Motolinía, testigo y cronista del evento, la ciudad se fundó durante la mañana del 16 de abril de 1531. Seis meses después, una lluvia torrencial la inundó y hubo que refundarla.
Para 1532, los frailes guardianes de los conventos de Tepeaca, Huejotzingo y Tlaxcala se reunieron con Juan de Salmerón, oidor de la Segunda Audiencia, para acordar la distribución de la mano de obra indígena para la construcción de la ciudad.
Es probable que, durante los primeros meses de 1533, también iniciara la construcción de un incipiente convento franciscano en Puebla, con el cual dirigir la doctrina de los indios que llegaron para construir la ciudad.
Parecía que todo estaba dispuesto para el sueño utópico franciscano, pero la realidad terminó imponiéndose a sus deseos.
“A partir de 1533 vemos en las actas de Cabildo que llegan encomenderos al cargo de regidores, ¡y solo diez años después todo el ayuntamiento angelopolitano está copado por encomenderos! Eran dueños de tierras, pero ninguno labraba. Por eso siempre he sostenido que la ciudad de Puebla es un proyecto utópico fallido”, dice tajante el investigador Jesús Joel Peña Espinosa.
Fray Francisco Morales observa el experimento de la ciudad con otro matiz: “Es una ciudad española, pertenecía al Virreinato. Los franciscanos no opinaron en su administración, porque era virreinal, no religiosa. Ellos solo pensaron que era un buen lugar para los pobladores españoles”.
Hacia finales del siglo XVI, la Puebla de los Ángeles era casi tan próspera como la Ciudad de México, la capital del Virreinato.
Pero era la clase de prosperidad que producía sociedades opuestas a la isla de Utopía que Moro había imaginado.
La huella franciscana
En 1524 doce frailes franciscanos cruzaron el Atlántico con la intención de evangelizar a millones. El tiempo que transcurre en quinientos años ha moldeado el patrimonio material e inmaterial que legaron.
“Las advocaciones de imágenes, las fiestas de los pueblos, todas esas prácticas están integradas en torno a tradiciones franciscanas. Siguen formando parte de nuestra cultura e identidad, un ingrediente dentro de los muchos Méxicos que son este país”, opina el investigador Peña Espinosa.
Y está también la monumentalidad de sus obras, los grandes conventos en donde intervinieron manos e ingenio del mundo occidental y prehispánico.
La mitad del milenio transcurrido ha erosionado algunas de ellas: un puñado de conventos franciscanos en Puebla se encuentran en ruinas, por ejemplo, y la mayoría son casas parroquiales. Pero en al menos tres de éstos aún hay frailes que heredaron la misión de los doce.
Desde el claustro de uno de estos conventos, bajo una calurosa tarde de abril, uno de ellos, fray Francisco Morales, asienta con precisión franciscana: “Como decía don Miguel León-Portilla, México no se entiende sin la presencia de los motolinianos, los pobrecillos franciscanos”.
LOS DOCE
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Martín de Valencia
Fue mejor conocido como el padre fundador. Su vida fue recopilada por su hermano de hábito fray Francisco Jiménez, otro de los doce. Se distinguió por pasar largas temporadas como ermitaño en el monte más cercano a Amecameca. Murió en Tlalmanalco en 1533.
Francisco Jiménez
Tenía estudios en derecho canónico, pasó como lego (que no se ha ordenado) a la Nueva España y ahí fue consagrado sacerdote. Se concentró en conocer la lengua náhuatl, escribió la primera gramática de esta lengua. Fue un gran predicador de indios y españoles.
Toribio de Benavante o Motolinía
Fundador de pueblos y cronista de la provincia. Guardián en varios conventos. Fundador de Puebla de los Ángeles. Viajó hasta Guatemala, aprendió náhuatl. Escribió las primeras obras sobre la evangelización.
Antonio de Ciudad Rodrigo
Regresó en España en 1527 y trajo en 1529 un buen contingente de frailes para ensanchar la custodia. Entre ellos venía fray Bernardino de Sahagún.
Martín de la Coruña
En 1525 fue enviado a la provincia de Michoacán y murió en Pátzcuaro. Fue el primer evangelizador de Michoacán.
Francisco de Soto
En 1546 fue enviado de regreso a España para gestionar asuntos de la provincia en favor de los indígenas y reclutar nuevos misioneros para el nuevo mundo. En 1548, tras la muerte del arzobispo de México, Fray Juan de Zumárraga, fue propuesto para reemplazarlo pero se negó al concebirlo como un riesgo para su humildad. Aunque no aprendió lengua de indios, trabajó mucho por su defensa. Murió en 1551.
Juan Suárez
Participó poco tiempo en la evangelización. Fue elegido primer obispo de la Florida, pero murió en el viaje en las costas de Texas en la expedición organizada en 1528 por Pánfilo Narváez.
Juan de Palos
Hermano lego, acompañó a fray Juan Suárez en su viaje a la Florida, donde murió con él.
García de Cisneros
Primer provincial electo cuando en 1535 se creó la Provincia del Santo Evangelio, dependiente de la Provincia de Castilla. Durante su gobierno se fundó el Colegio de Tlatelolco y se expandió la orden en el obispado de Tlaxcala-Puebla. Fundó el convento de Puebla y estuvo también en el de Cholula. Murió antes de concluir su periodo, cuando se disponía a ir a España a solicitar ayuda.
Luis de Fuensalida
Fue el primero que predicó en náhuatl, pero estuvo muy poco tiempo en Nueva España pues quiso pasar a África a morir como mártir. Pedro de Alcántara, provincial de San Gabriel, no se lo permitió y murió de regreso a la Nueva España. Fue el segundo custodio, después de fray Martín de Valencia.
Juan de Ribas
Guardián de varios conventos, predicador en lengua náhuatl. Aprendió la lengua mexica con tal perfección que dejó escritos muchos sermones, un catecismo y obras de teatro en ese idioma. Murió en 1562 en Texcoco. Se retiró con otros franciscanos a crear una provincia eremiticia, pero duró menos de un año.
Fray Andrés Córdoba
Hermano lego (sin estudios sacerdotales ni ordenado para desempeñarse como tal), aprendió náhuatl. Predicó en Jalisco donde murió y fue enterrado
UN FRAILE ATÍPICO DEL SIGLO XXI
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Desde una celda construida en el siglo XVI, fray Francisco Morales escribe en su computadora una investigación sobre la llegada de los primeros doce franciscanos a México. Los otros cuatro frailes que viven junto a él en el Convento de San Gabriel Arcángel, en Cholula, a veces lo ven raro.
—Estoy medio loco, soy un fraile atípico —dice con la ironía afilada de sus 86 años.
—Los demás hermanos hacen visitas, celebran, confiesan abuelas… por eso luego les parezco medio raro: “Ese Francisco nomás está ahí de ocioso en la computadora”.
Fue el primogénito de diez hermanos en una familia originaria de Pozos, Guanajuato, que terminó mudándose a Ciudad de México, donde él nació. Decidió tomar el hábito a los dieciséis, y llegó como seminarista al convento en el que ahora reside.
Aquí conoció a un hermano que, al igual que fray Sebastián de Aparicio en la primigenia Puebla de los Ángeles, recorría las calles con una carreta pidiendo limosna.
—Se llamaba fray Fidel. Andaba por los pueblos recogiendo el maíz para los seminaristas, que éramos bien tragones, y llenábamos una parte del claustro con puras mazorcas.
Dos décadas más tarde, Francisco Morales se doctoró con una tesis sobre el trasfondo ético y social de los frailes franciscanos del siglo XVII, e hizo residencias como investigador en España, Estados Unidos e Italia.
Desde principios de los noventa fue incorporado como miembro de la Academia Mexicana de la Historia.
Teclear su nombre en los repositorios académicos arroja cientos de artículos firmados por él mismo y preguntar por él entre los círculos de historiadores produce sólo admiración.
—Más me vale saber algo, ¿no? Imagínate, toda una vida y que no hubiera escrito algo. Por eso luego dicen que soy raro.
Cuando no se encuentra en su celda, está impartiendo conferencias o revisando algún archivo de la Biblioteca Franciscana, uno de los fondos bibliográficos y documentales más importantes del centro del país, en el mismo convento de San Gabriel Arcángel, al centro de San Pedro Cholula.
—¿Hay diferencias entre su vida y la de un fraile del siglo XVI?
—No debería haber ninguna, porque hicimos los mismos votos, que son vivir el Santo Evangelio según la forma de San Francisco. Pero la cultura va cambiando, claro, y en esos tiempos no había aviones o internet. Aunque seamos frailes, tenemos que estar en contacto con la gente. En el fondo, todo se ha conservado. Pero, claro, fray Fidel ya no conoció el teléfono celular.