Por: JAVIER CORDERO Y DULCE LIZ MORENO
Que no te ayuden tus papás, Alejandro, termina los dibujos tú solo. ¡Cómo cansa parecer el mentiroso de la clase! Y apenas es el kínder, qué mala fama. Pero salen de la punta de su lápiz los contornos precisos, el pulso no le falla a la hora del trazo recto, Ella insiste: que no te lleven la mano.
¿Cómo explicarle a esta maestra que el dibujo es lo suyo, que nadie más que él echa colores y hasta combinaciones? A ver, ya que los tienes ahí en el estuche de tus fichas –onda casino, para La Lotería y otros juegos–, haz algún personaje, lo retó ella, a dibujar “solito”.
Alejandro fue directo al pizarrón. Donald, Goofy y Mickey fueron saliendo de la punta de la herramienta. Enormes, con cara de estarla pasando bomba frente a todos.
Telefonazo a los papás y Alejandro Baruch cosechó éxito en su primera exposición. Pocos adultos, muchos niños, público conocedor de la obra. Ahí apareció la pizca de ADN que le regaló Estela Kitcher, la tía pintora que vivió 107 años y no dejó de producir obra sino hasta los 104.
Pincelada clásica la suya, Estela presentó al niño el universo de los lienzos, las pruebas, los bocetos, las preparaciones, la química de pinceles, trapos y aceites de colores. Retratista ávida, fan del bodegón, apegada al cánon de los modelos presentes en la sala, volcó los saberes de las técnicas y develó los secretos de la luz y la cromática. Allá en Monterrey.
Cero dudas sobre quién ha hecho esta hermosura, la pintora Kitcher infundió en el aprendiz de herramientas y materiales la seguridad de su destreza, la certeza del potencial aún sin desarrollar detrás de las habilidades y la idea de que el talento es un regalo para disfrutar. Estela sintió pronto que el sobrino la rebasaba; sabia y práctica, lo recomendó al sitio donde el colega podía aprender más.
El chico llegó a clases al lado de cuarentones y abuelos. Sus tareas ahora eran pruebas de 17 dibujos en tinta china, acuarela, grafito… A los que medían más de 1.60 les tomaba dos o tres días. Al niño, uno.
Una pena, que Estela ya no viera el giro en espiral ascendente de su sobrino, de los lienzos y caballetes a la fundición.
“Mi tía va a estar por siempre en mi currículum”, dice, convencido, el propietario del estudio que hoy hace tratos para que su obra se difunda en objetos como tazas de café.
AVENTUREROS, EXPLORADORES
De alguna manera, todos hacen equilibrio. “Un gran soñador”, sobre el pie izquierdo, encima de tres libros, “Cotidiana felicidad”, va sobre ruedas en cinco niveles con una sombrilla voladora en el más alto. “Ruch” engaña con el punto de contrapeso.
Los bronces de Alejandro Baruch le hacen un guiño a la fuerza de gravedad. Pesados, pero afinados en sus sitios de descanso, vuelan. Trabaja en el silencio, de madrugada, cuando ya no hay ruido, cuando la ciudad se vacía y la mayoría duerme.
Poco le ha restado la pandemia a la rutina de trabajo, que más que asignación es experiencia placentera en su día. Excepto por el taller de fundición, que le queda lejos y ha tratado de ir lo menos posible, no hay alteraciones en la agenda de metas de este creador nocturno. Sus bronces recrean aventureros, seres que están en medio de una exploración.
Sus “Pescadores de sueños” fueron captados en medio de la expedición, acompasando su coleo submarino, porque tienen piernaspiés de sirena aunque sus torsos lucen traje marinero confeccionado para humanos.
“Cazador de lunas” va consultando el monóculo mientras pedalea, pese a la recomendación de estar atento al camino y conducir con las dos manos sobre el manubrio. Estos personajes emergen a la cabeza del artista y él los pesca en medio de lo que sea, incluso del sueño, porque para eso está la libreta y el lápiz a un estirón de antebrazo.
Él está feliz. Cómo no, si sus clientes le escriben cartas, le comentan nuevas aventuras que sus expedicionarios tienen fuera de la imaginación de Baruch. Son como familia. Alejandro se dice alrevesado porque los días grises le llegan con porte elegante y le insuflan energía. El tono plomizo le relaja e inspira.
Ahí van el paraguas y la luna, “emblema de inspiración” que aparece en las aventuras coloridas y de gran formato.
Una tarde es el café, una noche es un trozo de chocolate, un ambigú inesperado le crea energía. Y algo especial se avivará con el montón de agua que le acompaña todo el día.
SU PROPIA LOTERÍA
Le llegó un encargo especial. Y empezó el scouting de rigor para mirar-crear, estudiar-plasmar. Esta exploración propia de temas por invitación lo ha llevado a Nueva York, por ejemplo, siempre equipado con el manojo de hojas listo para el boceto.
En esta encomienda de obra, un fin de semana, en un rato de respiro en su rincón favorito para comer, el modelo le llegó a los ojos. Ahí frente a su mesa de la calle de López, cerca de Bellas Artes, lo miró.
El hombre de barriga singular y botas que cuentan largas batallas por sí solas vendía cachitos de la fortuna, los vigésimos con logos de horóscopos para entrarle a la lotería. Alejandro le hizo señas de náufrago.
Medio perturbado por la euforia del joven de la libreta, el caminante se acercó. Y lo vio rayonear, escanearlo con los ojos, darle las gracias por existir, por acercarse, por estar.
El personaje se ha encontrado tanta locura en las mesas de cafés y restaurantes, que poco entendió del hilo que armaba Alejandro: es usted inspiración, tengo un trabajo muy importante, es justo lo que no había encontrado durante mucho tiempo de buscar.
Todos contentos después de un “deme un huerfanito por favor”. Vendido al muchacho. Con otras aventuras hilvanadas en la cabeza del autor, días más tarde quedó inmortalizado en bronce “Don Rull el billetero”, el homenaje de la Lotería Nacional a todos los vendedores de buena suerte.
Alejandro desconoce el nombre de su billetero inspirador y no ha vuelto a verlo; pero cree que hasta el doblez de su codo y la suela de su bota revela las penurias del correo nómada de fortuna. La escultura encabeza el “día del billetero”, en el edificio central, cada 16 de diciembre. Ese mismo fin de año de 2018, Alejandro Baruch fue el protagonista del sorteo 1420: un reconocimiento a 20 años de arte fresco. Su obra está en la serie.
Don Rull tiene vocación para ser escultura de gran formato en el edificio “El Moro”, donde Paseo de la Reforma casi topa con “El Caballito”. El corazón de Alejandro late fuerte por otra afición, el futbol. “Soy rayado, no tigre”, aclara.
En sus redes digitales subió recién una foto bocetando algo, en su libreta compañera, del tigre André-Pierre Gignac, ¿la razón? No lo puede contar…. aún.