Mario Galeana
Entre los pueblos mesoamericanos, la celebración a los muertos ocupaba 40 días en el calendario. En agosto y septiembre, aquellos pueblos colmaban sus días de ceremonias y ofrendas dedicadas a sus antepasados.
Pero esto cambió a partir de la evangelización, que intentó erradicar las celebraciones sin demasiado éxito, a decir de los profesores investigadores Guillermo López Varela y Sabio Fausto Aguilar, adscritos a la Universidad Intercultural de Puebla.
“Eta tradición dedicada a los muertos tenía tanto arraigo entre la gente, que optaron por modificarla, introduciendo elementos cristianos-católicos, y es así como hoy celebramos el Día de Todos los Santos, por ejemplo”, apuntaron los investigadores durante un foro realizado en el Museo Regional del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en Puebla.
La visión sobre la muerte había sido, hasta entonces, una de las principales diferencias entre la visión occidental y mesoamericana.
Mientras los españoles consideraban que la muerte estaba recubierta por culpa, y por tanto era necesaria alguna forma de redención antes de que ocurriera, entre los pueblos nahuas o ngiguas era sólo el tránsito un viaje hacia el Mictlán, la extensión de la vida misma.
“En el horizonte judeocristiano, el destino de los muertos depende de la forma en que se comporten, mientras que en la clave mesoamericana era sencillamente un lugar al que uno viajaba. Imaginemos qué complicado era unificar esas visiones en el siglo XVI. La maldad no existía en el lenguaje de los pueblos, pero la evangelización alimentó la idea de la culpa entre las personas”, abundó López Varela.
“Así como se honraba el agua o los montes, la muerte era también honrada. Porque se concebía a la muerte como parte de la vida. Todo se organizaba en dos partes dentro de esa cosmovisión: nuestro día, que tenía una parte de luz y calor; y la noche, que era frío y oscuridad. Eran partes complementarias, no antagónicas”, subrayó Fausto Aguilar.
Los muertos según la visión ngigua poblana
Entre las comunidades ngiguas de Puebla, por ejemplo, aún es posible identificar algunos elementos de aquel mundo prehispánico, pero mediados por otros rasgos identificados con la evangelización.
En la comunidad de San Marcos Tlacoyalco, en Tlacotepec de Benito Juárez, las ofrendas tienen no sólo la intención de crear un vínculo con los seres queridos que han fallecido, sino también evitarles un castigo en el mundo que se encuentra más allá de la vida.
Lo explicó Manuel Gordillo López, estudiante de la Universidad Intercultural de Puebla, en el mismo foro realizado el martes pasado: “Si no se coloca la ofrenda, el alma vaga por toda la comunidad cargando una piedra, en búsqueda de su camino de flores. Ese es su castigo, porque se infiere que, al no tener ofrenda, fue alguien malo. Vaga por la comunidad”.
Las ofrendas también les hacen permanecer vivos de otra forma, como explicó Jesús Montero, de la comunidad de San Marcos, del mismo municipio: “Hay dos maneras de morir, cuando dejamos esta vida y cuando nuestros familiares dejan de recordarnos. Las ofrendas son una forma de honrar su presencia, de llamarlos a convivir”.