Es relativo
Guillermo Pacheco Pulido
El libro que aquí se ha mencionado, Espulgos del lenguaje, contiene las opiniones que transcribimos. Esto lo señalamos porque el libro fue editado desde el año 1925. Con ello observamos la evolución del castellano.
En esta segunda parte, incluimos lo siguiente:
De pocos años a esta parte se ha extendido de manera escandalosa el uso del verbo localizar, con idéntica significación a la del verbo hallar.
Hoy cada persona que se da a buscar a otra se saborea cual si tomase un manjar de rechupete, diciéndonos oraciones a la traza de las siguientes: “no pude localizar al enviado del gobierno”; “el jefe de la policía fue localizado por mí en la casa del alcalde”.
Y vamos, sin dejar seco ni verde, haciéndole salvas inmerecidas al pobrecillo localizar, cuyo sentido no es otro sino el de darles local a personas, animales o cosas. Dígase: “hallé a fulano en el teatro; no pude hallar al enviado del gobierno”.
Antaño ni con la famosa linterna del gran Cínico hallaba uno a viajeros que tuviesen la dislocada ocurrencia de llamar velís a su petaca o maleta; más ahora que la evolución viene haciendo prodigios de novedades, es de oír con qué extraña sonoridad se nos habla de velises por aquí y velises por allá.
Tal parece que los que tal anglicismo profieren, imaginan con ello ennoblecer la prosapia modestísima de las sufridas petacas.
Insensatos hay que llamarles a quienes pudiendo decir libreta, usan el imprudentísimo carnet, y desprecian el sustantivo entrevista por estampar interview, cual si con tales y tamañas majaderías trajesen al castellano en palmas de serafines.
Enrolar es otra de las muchas palabrejas que hoy se traen en su garla los devotos de ridículas novedades.
¡Con qué peregrinos goces los periodistas enjaretan, a vueltas de premiosas parrafadas, oraciones de esta ley: “Algunos trabajadores fueron enrolados para formar regimientos”!
Bien está que un francés diga enroler cuantas veces tenga de ello necesidad; mas nosotros, que contamos con los verbos matricular y alistar, no tenemos razón para suplir por el término galaico las dos voces españolas antedichas.
Otro solecismo con que aun espíritus cultos ofenden la sintaxis castellana, es el uso del verbo abominar, privándolo de la preposición de con que en buena ley rige a nombres sustantivos o a pronombres.
Dicen los ofensores del hablar castizo: “Abomino a ese hombre”, “Te abomino, mal amigo”, en lugar de que dijeran, respetando los cánones del Régimen: abomino de ese hombre; abomino de ti, mal amigo.
Nadie, que yo sepa, osa decir que “debajo un árbol comían unos labriegos”, y hasta el más zurdo en achaques de sintaxis, escribe “debajo de un árbol”.
Pero es el caso que en tratándose del adverbio bajo, no hay dos, entre 100 personas, que digan “Bajo de ese cajón hay mucho polvo”.
Al adverbio bajo lo privan de la indispensable muletilla que representa la preposición de, y por ello, naturalmente, resulta desentonado el “bajo ese cajón hay mucho polvo”.
Así como formamos la frase “Encima de aquella mesa hay periódicos viejos”, así también para tocar tecla en el bajo o el debajo, es necesario decir que “bajo de aquella mesa, o debajo de aquella mesa hay periódicos viejos”.
Durante los felices tiempos en que la lengua española gigantizó en esplendor y pureza, ni un solo literato de los de aquella grey pujantísima y copiosa sacó a placear los términos bajo y debajo sin la cuña indispensable de la partícula de.
No quiero dar contera a mi labor de este día sin hacer el reparo merecido a la muy en boga locución afrancesada que dice: “Es por eso que no vinieron los alumnos”. Gramáticos aplaudidos, como nuestro compatriota don Rafael Ángel de la Peña, censuran acremente el citado solecismo, si bien al enmendarlo no le quitan por entero su carnosidad galicana.
Afirman ellos que en Castellano debe decirse: por eso es que no vinieron los alumnos”; mas no hay tal, porque en legítimo romance, sencillamente se dice: “por eso no vinieron los alumnos”.
El idioma une, nos hace seres humanos, existimos gracias a él y a su inevitable transformación.
Si se le habla a una persona en una lengua, las palabras van a su cabeza, si se le habla en su propia lengua, van a su corazón como explicaba Nelson Mandela.
“Sin embargo, si el pensamiento corrompe al lenguaje –como señala George Orwell– el lenguaje también puede corromper el pensamiento”.
Por ello, el reto es conocer realmente el idioma que utilizamos, el cual creo insuperable porque nos domina un lenguaje coloquial y los fenómenos de la transculturación que provienen del extranjero y muchos otros más que vivimos como sociedad en desarrollo.
El libro Espulgos del lenguaje, de Benito Fentanes, que me obsequiaron, nos dice lo siguiente:
La ignorancia gramatical con que casi todo el mundo emplea preposiciones, o las omite en sus frecuentes galicanadas, la vemos muy de bulto en oraciones a la traza de éstas: “El anciano tropezó con una piedra”; “Te ayudé mucho esa vez y, sin embargo, has sido malo para conmigo”.
Estas dos frases llagadas de solecismo quedan en buen castellano de la manera siguiente: “El anciano tropezó en una piedra”; “te ayudé mucho esa vez y, sin embargo de ello, has sido malo para conmigo”.
Es ley de buen español que los verbos tropezar y obsequiar lleven, respectivamente, el régimen de las preposiciones en y con, como también lo es que la locución sin embargo vaya seguida siempre de la preposición de.
Tan en boga se hallan hoy solecismos y barbarismos, que bien podríamos contar por los dedos a los escritores que conocen la diferencia de sentido que hay entre las frases “Mañana debes de salir de aquí” y “Mañana debes salir de aquí́”.
Sin cuento son las personas que juzgan indiferentes el uso de esas dos frases; mas quienes con tal creencia comulgan, deben enmendar su yerro conforme a la ley sintáctica que reza: “La forma verbal debe, seguida de la preposición de, significa la probabilidad de que suceda algo, o la conveniencia de que un acto se ejecute; pero sin la preposición de el verbo debe expresa la obligación de hacer lo que significa el verbo regido.
“Hoy debe de llegar mi padre” expresa conjetura, y “Hoy debe llegar mi padre” da a entender la obligación que de llegar tiene mi padre.
En nuestra lengua hay buen número de las llamadas voces parónimas, o sea las que tienen entre sí relación o semejanza en su forma o su sonido, y significados distintos que poquísimas personas alcanzan a deslindar, de lo que resulta, a menudo, que el sentido de una de esas voces se lo atribuyen a la otra.
En artículos galantemente pergeñados he visto que se le llame substancioso a un discurso, como si el tal fuese guiso hecho con buen sazón, y no cosa del espíritu, que reclama al calificativo substancial.
He visto llamarles coloreadas, en vez de coloridas, a nubes que el sol tiñe de alguno de los colores del espectro.
He oído decir incontables ocasiones que un can le dio furiosa dentellada a un niño, no obstante que dentellar significa dar diente con diente, la persona que padece intenso frío.
El mordisco que el perro o algún otro animal puede darle a un individuo se designa con el nombre dentelleada, derivado del verbo dentellear.
Aunque entre criticar y critiquear hay mucho de sinonimia, el primer vocablo significa vituperar todo aquello que sea merecedor de censura, en tanto que critiquear es censurar fácilmente; poner faltas a cuanto uno oye o ve.
Aun cuando las palabras esotérico y exotérico no son de familiar usanza, conviene advertir que la primera significa lo escogido o misterioso de una doctrina o un conocimiento, y la segunda dice lo contrario de la primera, es a saber: lo que es vulgar o común.
En cambio, es muy usado en el lenguaje corriente la palabra engatusar, cuyo sentido no va de acuerdo con la idea que pretenden declarar los mal hablados.
Todo el mundo emplea impropiamente engatusar como un sinónimo de engañar; pero hablando con toda propiedad, este significado le corresponde a encantusar.
Cabe decir que fulano fue a engatusar a mengano, siempre que a este verbo le demos como significado la acción de halagar por interés.
Frugívoro es el adjetivo que conviene para calificar a los animales que se alimentan de frutas; pero sería vizcainada que este mismo epíteto lo aplicáramos a un humano que es comilón de frutas, a quien propiamente deberá llamársele frutívoro.
¡Plegué a Dios y a los manes de los clásicos autores que la humilde tiramira de mis espulgos no te entre, lector, por el un oído y te salga por el otro! Mas si tal acaeciere por negra desdicha mía, complacido me sentiré de que ellos sirvan siquiera para moverte a pensar que hasta hoy ha sido un mito la clase de español en los colegios, ¡y sueño desventurado el creer que hablamos en castellano!
El libro de Fentanes es del siglo pasado, pero plenamente vigente. Tenemos un reto, conocer a nuestro idioma.