Desde niño le fui al Atlas.
Mi papá compraba el periódico deportivo Esto, donde escribía Nacho Matus, y yo lo leía desaforadamente.
Ahí descubrí que quería irle a un equipo, y elegí al Atlas de Magdaleno Mercado, el Gato Vargas, los gemelos Chuy y Pepe Delgado, el Campeón Hernández y Arpad Fekete.
Mis amigos le iban al Guadalajara o al América.
Yo le fui al Atlas.
Y le fui, primero, por sus colores: negro y rojo.
Luego le fui por su forma de jugar.
Iban a todas por el balón, jugaban de primera intención, carecían de poses.
Para entonces mi vida era el futbol y admiraba a Ángel Fernández, que hacía las mejores crónicas deportivas de la televisión mexicana en los años setenta.
Ahí descubrí una vocación que no he dejado: la de contar historias.
Ángel Fernández hacía literatura en los micrófonos del canal 2.
Y yo me conectaba con su narración desde el primer momento.
Eso hace la literatura con el hipócrita lector.
Le seguí yendo al Atlas en los años setenta, pero entonces aparecieron las mujeres y la literatura.
Mi pasión por el futbol se fue diluyendo.
Dejé de pegarle a la pelota por estar pegado a Paty Suárez en los condominios Bancomer de la Ciudad de México.
A ella le empecé a escribir mis primeros poemas y unas cartas eróticas que un día leyó —horrorizada— doña Celia, su mamá.
Recuerdo cuando don Guillermo, su padre, me increpó.
“Es literatura”, le dije, sin saber lo que decía.
Ellos nos separaron fulminantemente y entonces recordé que le iba al Atlas, que, para entonces, jugaba como los dioses.
Por esos días mi papá me llevó al Estadio Azteca a ver Atlas contra América.
Todo el partido me la pasé gritándole al Campeón Hernández hasta que me volteó a ver y me hizo un saludo discreto.
Eso curó, de alguna manera, mi mal de amores.
Los libros aparecían todo el tiempo en mis manos.
Quería ser novelista y escribía historias que jamás terminaba.
Pensaba en Paty Suárez —ya ausente— cuando surgió Lucero con toda la desfachatez de la adolescencia.
Me sentía un poeta maldito amando en la clandestinidad de las azoteas.
Una vez más me alejé del Atlas, con quien tenía una deuda moral.
De vez en cuando veía algún partido u hojeaba el Esto, el Ovaciones, la revista Balón.
Pero terminaba siempre en los brazos de Lucero y en las poemas de Baudelaire o las novelas de Marcel Proust.
Un día decidí dejar el futbol y, en consecuencia, dejarle de ir al Atlas.
Lo seguí con pasión en los últimos partidos, pero el destino quiso que se fuera a la segunda división.
No podía romper con el equipo de mi vida en esas condiciones.
Tomé la decisión de irle en la también llamada división de ascenso.
Pero entonces apareció Rosalba, la Chata, hermana menor de Lucero.
Algo tenía de los personajes adolescentes de Juan García Ponce y terminé en sus brazos.
Era melancólica y húmeda, combinación fatal.
Así siguió mi vida: entre la literatura, el Atlas y la Chata y Lucero.
Era difícil enterarse de lo que pasaba en la segunda división, pero yo me las ingeniaba para seguir a mi equipo.
Y una mañana luminosa, por fin regresó a la primera división.
Consideré pagada mi deuda y colgué la camiseta rojinegra.
Me dediqué de lleno a mis pasiones y a las hermanas García, mismas que tenían un tío llamado Gabriel García Márquez, que se sentía el mismísimo escritor.
Éste era carpintero en la colonia Sevilla de esa Ciudad de México que ya desapareció.
Los años también se tragaron a Lucero y a la Chata.
El Atlas ya se había ido de mi vida, pero hoy está de regreso para jugar la final del futbol mexicano contra el León.
Juro que veré los dos partidos con la misma pasión con la que le grité “¡Campeón, Campeón!” al Campeón Hernández en el Estadio Azteca de los años setenta.
Quizás entonces aparezca el fantasma de Ángel Fernández abriendo el juego con el tradicional “¡A todos los que aman y a todos los que quieren el futbol!”.
Haré todo para que eso suceda.