Hace cinco años murió la periodista Selene Ríos Andraca.
A los pocos minutos de su deceso, escribí estas líneas que hoy ratifico con nostalgia.
Este lunes –día terrible–, falleció Selene Ríos en un hospital del sur de la Ciudad de México, a donde llegó a finales de octubre.
Arturo Rueda, su pareja, no se separó de ella un solo momento.
Selene tenía 33 años de edad.
Era joven y vital, y quería a toda costa convertirse en escritora.
Tenía todo para hacerlo.
Incluso se inscribió en la Maestría de Literatura Iberoamericana en la universidad del mismo nombre.
También impartía dos materias en el bachillerato de la Ibero que no cualquiera es capaz de dar: Teatro y Poesía.
Estábamos cenando, en la casa, Selene, Rueda, La Negra (Gómez Macchia) y yo un verano de hace dos años.
Una larga sobremesa llena de confesiones fue el corolario feliz.
Fuimos a nuestra modesta biblioteca y ella tomó en sus manos una antología de poesía mexicana que me había regalado Marcelo García Almaguer: una antología que abarcaba varios siglos: del XVII al XXI.
Sus ojos se iluminaron.
“Esta antología será la salvación para mi clase”, me dijo.
“Es tuya”, respondí sin dudarlo.
“Espero que Marcelo nunca se entere”, pensé.
Y es que es de pésimo gusto regalar libros que nos regalan los amigos.
Pero las palabras de Selene me mataron.
Por eso no dudé.
Nuestra amistad venía de haber pasado por varias carreteras y autopistas.
El primer peaje, pleno en reportajes y descubrimientos, se dio en el periódico Cambio, a donde llegamos Rueda, Zeus Munive, Ulises Ruiz, yo y varios más tras descubrir horrorizados que Mario Marín se había hecho del diario Intolerancia.
Ahí fue cuando apareció Selene con esa mirada que todo lo podía.
Pronto descubrimos que en ella había una reportera indomable pero generosa.
Quería comerse el mundo.
Y más: todo lo cuestionaba.
El segundo peaje vino cuando nos hicimos amigos.
Amigos entrañables y precisos.
Con ella siempre daba la impresión de que formabas parte de una pandilla de adolescentes.
Una pandilla fraterna, como las que ya no hay.
Una pandilla de cigarros y alcohol y charlas hasta el amanecer.
Charlas sobre López Obrador –su eterna debilidad– y Cortázar o Borges o Paz o Rulfo o Bolaño o el autor que estuviera leyendo en ese momento.
Cuando Rueda y Selene se hicieron pareja fui uno de los primeros en enterarme.
Del gusto pasamos a la celebración.
El tercer peaje se dio cuando yo me fui a otro periódico –El Columnista– y ellos se quedaron en Cambio.
Inevitablemente surgió la hiel del tiempo y el espacio.
Ellos hacían sus fiestas plenas en karaokes de José-José y yo me instalé en una especie de exilio interior.
Era natural: los novios querían estar solos.
La pandilla había desaparecido.
Nuevos y esporádicos encuentros marcaron el cuarto peaje.
Y un desencuentro estúpido nos llevó a la quinta caseta de cobro.
Malos entendidos, verdades a medias, mentiras completas…
Todo eso que aparece cuando se juega al teléfono descompuesto.
Un último encuentro se dio en la boda de Roberto Moya.
El azar nos puso en la misma mesa a Rueda, Selene, Pepe Hanan, La Negra, Ricardo Morales, Arturo Luna y yo.
Nos saludamos con la certeza de que pese a todo seguíamos siendo amigos.
Y ya al final, durante la despedida, confesamos nuestros dolores: confirmamos nuestra amistad.
En los últimos días –que vienen de octubre hasta el día de hoy– supe por Arturo y Lupita Sánchez de la Vega –la mamá de Rueda– el estado en el que Selene se encontraba ya en el hospital.
David Villanueva y Pepe Hanan también me ponían al tanto.
Hoy que Selene falleció recordé que la había extrañado en la sección de libros de escritores iberoamericanos recientes durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
“Aquí estaría Selene buscando alguna novela de Fadanelli o la póstuma de Bolaño”, me dije en estos días.
No llegó como sí lo hizo en años anteriores, cuando bebimos vino en el bar del Hilton.
Causas de fuerza mayor la tenían atada a su cama de hospital.
Descansa en paz, Selene Ríos.
Siempre te vamos a llorar.