Mariana Flores
Iba tarde, así que esa última calle la cruzó corriendo. La cita para entregar documentos era 9 en punto y aún le faltaba pasar los controles de la entrada, tomar el elevador, llegar a la oficina.
El estallido lo dejó sordo.
Una sacudida brusca.
Lluvia de escombro y cemento a lo lejos.
Decenas, cientos de personas en la calle, igual de aturdidas.
¿Qué se cayó?, ¿qué explotó?
Y entre ubicar en las alturas el origen de flamas, humo y trozos de construcción, la incertidumbre se tragó unos minutos y, luego, montón de gente huyendo.
Y llegó otro retumbo abrumador; más fuerte, más intenso, peor.
Él cayó al suelo. Y ahí se quedó, inmóvil, sintiendo en la espalda la tormenta de piedra, tierra, vidrios, pedazos de quién sabe qué serían todos esos materiales.
“Fue como si el mundo se detuviera en ese momento. Lo primero que pensé fue que había explotado algo, pero de la nada comenzó a caer escombro por todas partes. Todos comenzaron a gritar…
De repente, la gente gritó con terror. Alaridos. ¡¡Se están aventando!!, decían”.
Pasó un rato muy largo.
Por fin, Ángel Fuentes recobró el sentido. Estaba en el piso, junto a muchos más.
“Me levanté. Los moví. Todos estaban muertos”.
Iba al World Trade Center 6, a la oficina de aduanas. A una gestión de su oficio de trailero.
Es la primera vez que habla de esto. Lo hace por teléfono. Su tono grave, se pierde a ratos. Se le cruzan espinas en la garganta. No ha salido en palabras lo que pasó esa mañana en 19 años. Hasta hoy.
PURA GRATITUD
Jaime Alexander es su hijo. Dice que es cierto. Ángel, hoy de 58 años, no ha hablado con él ni con nadie de su familia de lo que pasó esa mañana.
“Mi mamá estaba muy espantada porque sabía perfectamente a dónde tenía la cita. Y no supimos nada de mi papá hasta en la noche. Él se quedó a ayudar, pero nunca nos ha querido contar cómo lo vivió, es muy difícil para él. Hoy yo tengo la oportunidad de agradecer a la vida que él está aquí con nosotros”.
Tiene una forma singular de gratitud.
Como médico internista de Urgencias en el hospital de Waxahachie, Texas, trabaja jornadas de 48 horas por 24 de descanso.
Recibe a los pacientes para valorar la oportunidad de una cirugía.
Desde el inicio de la pandemia, cada semana ocupa sus descansos en ir a varios centros de atención médica para personas de escasos recursos. Y ayuda en forma gratuita al staff médico.
La gente con poco dinero requiere atención médica y muchas explicaciones; el médico poblano se autoimpuso la misión de brindar ambas. Porque cree que un par de oídos y comprensión constituyen el primer paso indispensable en cada enfermo.
Es el intercambio que hace por la vida de Ángel, su papá sobreviviente del 11-S, su papá voluntario-rescatista todo un día aquella mañana en que sintió que el mundo se le detuvo. Su papá, a quien creyó muerto ese largo día de noticias trágicas, de zozobra.
Jaime Alexander comenzó a estudiar medicina en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP); terminó la carrera en el Colegio de Medicina en Nueva Jersey.
“Si a mi papá no lo hubieran ayudado, él no estaría con nosotros”, afirma.
Ángel tiene recuerdos-pesadillas que lo congelan.
Trata de hilarlas, por teléfono: “Todo estaba gris, y muchísima gente intentaba salir de los edificios. Ya no nos dejaron acercarnos para seguir ayudando a la gente… Pero después no quedó nada, se cayó, el edificio se cayó.
Si yo no me hubiera alejado a tiempo… Todas esas personas que estaban ahí se murieron, quedaron aplastados”.
Jaime Alexander Fuentes no ha tenido la escalinata fácil. Primero fue asistente de cirujano general. Un año. Ahora, es el primer contacto médico para las personas que ingresan a la sala de emergencias.
Y, entonces, trata a su paciente como cree que alguien, un bombero, un paramédico, o cualquier transeúnte con entrenamiento, revisó a su papá aquella mañana hace 19 años, a unos metros de donde estaba por colapsarse el edificio que dejó un nubarrón de tierra que alcanzó kilómetros a las 10:05 de la mañana.
Ángel, trailero que empezó el oficio en Estados Unidos con un camionetón acarreador de trebejos, accede a contar, de milagro.
“Es la primera vez que hablo de eso, no es algo fácil. La verdad ni siquiera quisiera recordarlo”. Pero lo hace y comparte.
“Todo se volvió como la misma muerte, ni siquiera puedo acordarme de todo. Todo se volvió muerte”.
Fue el peor día de su vida. Un hecho del que, dice, no se podrá recuperar nunca.
La imagen va y viene detrás de sus párpados cerrados. Llamas y oscuridad se alternan. Recuerda bien cómo corrió gritando a la gente que se alejara, que corriera hacia el otro lado. Y, luego, bomberos, decenas de bomberos.
La familia tiene otra señal de gratitud. Levanta un altar, como el que se pone cada primer día de noviembre cuando se quiere dar la bienvenida a los difuntos queridos visitantes. Lo dedica a todos los que no pudieron correr ni salir ni encontrar ayuda o decidieron saltar. Y celebran que Ángel viva.