Germán Campos Ramos
Para cuando Javier se pasó el peine que en cuatro movimientos desaparece el almohadazo, su mamá ya había pelado y rebanado unas tunas. Y servido un chocolate caliente.
Sin más que un bostezo, dejó la piyama. Como fue primer día de clases, se puso el uniforme; descubrió que suéter, camisa y pantalón se encogieron. Primera lección del día: ¡cómo ha crecido!
Prendió la tableta, aceptó la invitación de su maestra con un enter y, en un santiamén, estrenaba segundo de primaria.
Segunda lección: pasar lista digital. Fácil.
Lo complicado vino en seguida: buscó en la pantalla detenidamente el nombre de dos de sus amigos, pero no tuvo éxito.
“Será que está fallando el internet”, explicó en voz alta.
Aún está por gestionar la tercera lección: sus compañeros favoritos se han ido. Quizá a otro colegio; tal vez a escuela casera 100 por ciento.
Luego del saludo protocolario y las reglas dictadas por la maestra, les preguntó a los niños cómo se sentían.
Primero se arrebataban la palabra y no se entendió gran cosa, pero sonaban entusiamados; luego, ya más mesurados, no faltaron los que dijeron “felices”. Pero apenas uno se animó a exponer “estoy muy triste y preocupado” y una cascada de voces lo secundaron.
“Mis niños, tranquilos. Esto lo vamos a superar todos juntos, no deben preocuparse, esto también va a pasar, vamos a estudiar”, se escuchó segura la profesora.
A los 50 minutos vino un descanso. Javier se estiró. Se comió una tuna, cambió de libreta –aun del año pasado– y se planchó con las manos el suéter, para continuar. Hubo espacio para platicar con sus compañeros, allí se preguntaron por los ausentes.
Las clases reiniciaron. A sus lugares.
Atentos.
Dos niñas ingresaron tarde. El internet les había jugado una mala pasada. Así siguieron 50 minutos más.
El repaso, nada exigente, más de reconocimiento que de examen para ganar puntuación.
Al final, Javier se despidió de todos.
Qué raro ver cómo el salón virtual se va quedando vacío. Antes no lo había notado. Y el año pasado en aula con pupitres físicos, ¡menos!, porque sus dos colegas y él salían disparados al descanso para el siguiente bloque de clases, con otra maestra. Y cuando se fueron a confinamiento, se podían platicar entre los tres una o dos cosas.
Ayer no estuvieron ellos. Cuarta lección del día: eso de sentir lo mismo que otros se llama empatía. A él también lo visitó la tristeza. Fue a sentarse a la sala, una hora, hasta la siguiente clase. Primer recreo sin sus amigos.