El coronavirus ha generado que los adultos mayores sean relegados por sus familias, ya sea en asilos o en el propio hogar.
La mayoría de quienes laboran lo hacen en la informalidad, es decir que no tienen prestaciones, incluso piden limosna o ayudan a los clientes en centros comerciales, pero las propinas bajaron a la mitad y de ellas depende su subsistencia.
LA SOLEDAD
Inés tiene 79 años y lleva recluida tres semanas, sin platicar con sus vecinos, que era su único pasatiempo, porque su hijo le pidió que ya no lo hiciera, pues se podría contagiar de COVID-19 y luego a sus familiares, por lo que ahora permanecer varias horas del día encerrada.
Se queda sin compañía de las 8:00 de la mañana a las 3:00 de la tarde y asegura que ya no quiere vivir, dice que no soporta la soledad, para ella es mucho tiempo el que pasa sola.Don Juan, de 83 años, vive con su esposa Hilaria, quien es ciega.
Su pequeño cuarto, de apenas unos cuatro metros cuadrados huele a polvo y orines, pues el sanitario no ha sido aseado varios días. Hace un mes que no los visitan sus hijos, aunque viven con una hija en Coronango, pero ella no los atiende, pues junto con su esposo trabajan durante el día y al llegar tarde hacen sus cosas.
Antes de la contingencia recibían las visitas de sus otros hijos, al menos una vez a la semana, quienes los bañaban, lavaban sus ropas y aseaban. Eso se acabó. “Ya me caí una vez y mi hijo me vino a encontrar tirado en el patio.
Ahí me quedé desde como la 1:00 hasta como las 4:00 de la tarde”, contó.
SIN MIEDO
José Luis es ‘vine–viene’ en una tienda de artículos para el hogar, tiene 68 años y depende de su labor para su sustento y el de su esposa, pero por la falta de clientes sus ingresos bajaron en 50%, pues ahora obtiene de 100 a 200 pesos, cuando en un buen día sacaba 400.
Labora hasta 10 horas diarias y dice terminar muy adolorido de sus pies, pero “es más feo sufrir por hambre”.
No usa cubrebocas porque le estorba, tampoco mide su distancia porque debe acercarse para recibir la propina.
Don Erasmo asegura que si estar en silla de ruedas no le impide trabajar, menos el Covid-19, al cual considera una “pendejada”, porque “a la gente la va a matar la crisis económica y no ese virus”.
Al grito de “¡Churros, churros calientitos!”, este ambulante en el bulevar Forjadores frente al Centro Comercial Cruz del Sur asegura que por más recomendaciones que hagan las autoridades, él necesita vender su producto para poder vivir.