La señora astronauta le picó un dedo a mi abue. Le sacó una gota de sangre y la puso en un aparato de otra galaxia. Le dijo que debe estar en cama, que en sus trastes no comamos y los lavemos aparte.
Que no se puede quitar el trapo de la boca y que yo no tome té de su taza. La señora, con sus amigos, reparten pastillas grandotas que hacen burbujas en el agua. Tienen unas pistolas que no disparan; hablan con la fiebre en idioma extraterrestre y yo sólo oigo cómo dicen pic, pic.
Traen cajas y mochilas pero no hay nada del espacio. Puros guantes y medicina. Ven a mis vecinos diario.
Pensaba que los astronautas ganaban bien por ir a la Luna; pero a estos que vienen a mi casa no les pagan nada.
¿Es porque Manila está muy lejos de la NASA? Me entero que las fotos de allá abajo son de El Salvador, un país que está cerca de México en el mapa y que una tormenta, furiosa como tigre hambriento, le rasguñó las carreteras.
El tigre se llama “Cristóbal” y sigue rabioso. Qué bueno que estamos del otro lado del planeta. Acá, “Cristóbal” no nos alcanza. Y yo tengo mis astronautas.