Texto: Jesús Peña / Fotos: EFE
Con precarios recursos y con mínimas medidas sanitarias de protección, Candelario Hernández recibe 10 cuerpos diarios –ocho de ellos fallecidos por COVID-19– para ser incinerados en el Panteón Municipal San Ignacio, en la pequeña ciudad industrial de Ramos Arizpe, en el norteño estado de Coahuila.
Su espacio de trabajo es reducido, pero suficiente para colocar el féretro en el que llega el cadáver, así como para pasarlo a un plancha que entrará al horno de piedra.
Después recoge los restos para ponerlos en una urna y luego, con ayuda de un largo atizador, remueve lo que haya quedado de las brasas.
Mantiene la puerta abierta para tener luz, pues la única ventana del cuarto tiene un ventilador.
Afuera, el árido paisaje parece confundir el humo de la chimenea con el polvo que se levanta.
Armado sólo con un cubrebocas y guantes, Candelario Hernández contribuye con la cremación de cuerpos infectados por coronavirus. En México, oficialmente hasta ayer, van 98 mil 861 decesos.