Agenda Ciudadana
Jorge Alberto Calles Santillana
Dos imágenes me quedan en la mente después del reciente proceso electoral. La primera, la impresión que deja el mapa gubernamental pintado de guinda luego de que Morena ganara cuatro de las seis gubernaturas disputadas el pasado domingo: el partido del gobierno parece venir devorando al país desde el sur.
La segunda, de elaboración propia: la que me produce la abstracción del proceso. Por un lado, el México político, mayoritario. Por otro, el México de la sociedad civil, el minoritario y que de momento me queda representado por el INE.
Dos Méxicos: el México-Morena y el México-INE. El primero, en vías de expansión; el otro, en vías de extinción.
Ambas imágenes suscitan en mí varias observaciones.
Una. Las elecciones del domingo pasado hacen claro que Morena no deberá tener mayores problemas para conservar la presidencia en 2024. Por un lado, los apoyos otorgados por los programas asistenciales del gobierno han creado una clientela electoral importante. Seguramente, poco antes de los comicios de julio de 2024 los montos a repartir serán incrementados y la clientela expandida, de manera que el candidato o la candidata oficial contará con un muy buen soporte en las urnas que reducirá sustancialmente a los opositores las posibilidades de cerrar la competencia. Por otro, el control de las gubernaturas de 20 estados, en los que habitan cerca de 70 millones de personas, esto es, cerca de 55% de la población total y se produce cerca de 56% del PIB, implica una capacidad de maniobra electoral frente a la cual la oposición tendrá un margen de acción bastante limitado. Por si fuera poco, las divisiones dentro del PRI y el oportunismo y la escasa calidad moral de la mayoría de sus integrantes han resultado de gran utilidad para el partido en el poder. Tal parece que en estos comicios, los gobernadores priístas trabajaron para la oposición; los votos obtenidos por el tricolor en 2021 fueron esta vez para Morena. El año próximo, el Estado de México y Coahuila tendrán elecciones estatales y si sus hoy gobernadores priístas deciden emular a sus colegas, teniendo en mente tal vez embajadas como premios, la suerte quedará echada. El Estado de México es uno de los bastiones electorales más importantes del país. Por si fuera poco, la pobreza política y moral de la mayor parte de la oposición facilita aún más el paso ascendente del partido del presidente.
Dos. Una vez más, el INE hizo un trabajo impecable. El proceso estuvo debidamente organizado y la jornada transcurrió sin mayores inconvenientes. A pesar de estar bajo el acoso permanente del presidente, el Instituto cumplió su función cabalmente. La transparencia de su proceder desarma las acusaciones de ser un instrumento de los llamados enemigos del régimen, cuya ocupación sería alterar resultados electorales. No hay, hasta este momento, una sola queja sobre el proceso. El INE hizo posible que los ciudadanos acudieran a las urnas a expresar su voluntad. No operó para evitar el avance de Morena, a pesar de que significa el incremento de presiones para disminuirlo, maniatarlo o desaparecerlo. Así, frente al poder y su partido se planta el INE y lo que representa: el esfuerzo de sectores de la sociedad civil que por décadas han puesto su empeño y dedicación para transformar el régimen autoritario que construyó el PRI y que ahora reviven y llevan a nueva dimensión el presidente y Morena. Es el México hoy más minoritario que nunca, el México que Aguilar Camín llama –de manera sarcástica, tal vez– “superficial”, el que cree que sólo mediante instituciones sólidamente democráticas es posible proyectar nuevos y mejores futuros. El México que el año próximo puede recibir otro golpe casi letal cuando Morena haga hasta lo imposible por sustituir en la presidencia a Lorenzo Córdova, con alguien muy posiblemente afín al presidente. De ser así, las elecciones de 2024 estarán organizadas, muy probablemente, muy apegadas al modelo de procesos que al presidente le parecen los adecuados: en los que el partido en el poder juegue con todas las ventajas para asegurar un triunfo que, desde ya, puede ser cantado.
Tres. Aún cuando el presidente tiene grandes posibilidades de heredar el trono a quien él considere más manipulable –sueño de todo presidente mexicano– hay, no obstante, posibilidades, así sean mínimas, de que el tren se descarrile y la oposición consiga un milagro en las urnas. Curiosamente, ese escenario no depende tanto de a quién o a quiénes elijan los partidos opositores como contrincantes del ungido oficial. Depende, más bien, de la elección del sucesor por parte de López Obrador. Si abrir el proceso de sucesión con tanta antelación fue un error o no, lo sabremos precisamente el año próximo cuando Andrés Manuel se decante por su “corcholata” favorita. Los aspirantes desechados –que son varios y cuentan con grupos propios y con fuerza dentro del partido–podrían ocuparse de hacerle difícil el triunfo a quien habrá matado sus aspiraciones. Las preocupaciones de Joe Biden por el juego abierto que López Obrador hace a favor de la candidatura de Trump, su claro posicionamiento con los gobiernos autoritarios de América Latina y lo que esto representa para el desarrollo del narco estado en el que se está convirtiendo México, podrían conducirlo a pagar con la misma moneda y jugar, él también, en el proceso electoral del país vecino. ¿Qué tanta eficacia podría tener? Aparentemente poca. Pero eso no se sabe, hasta que se sabe.