Agenda ciudadana
Jorge Alberto Calles Santillana
Según varios analistas, el presidente inicia esta última parte de su gobierno habiendo perdido todo contacto con la realidad y mostrando inseguridad porque podría ser desbordado por el proceso de selección de quien él desea lo suceda, así como por la fortaleza que va adquiriendo la alianza opositora. Eventos de esta semana hacen ver que esa lectura es errónea. El presidente es cada día más poderoso y eso que él llama “Cuarta Transformación” prevalecerá por un buen tiempo. La política de la confrontación y los otros datos ha arraigado ya; difícilmente será superada, al menos en el corto plazo.
En el aberrante acto de cinismo de Alito Moreno pueden identificarse dos fenómenos que explican –en buena medida– el éxito de López Obrador. Por una parte, la conducción política convenenciera, carente de principios, convicción y ética por parte del presidente del PRI exhibe, con absoluto descaro, la forma en la que un alto porcentaje de los miembros de la clase política ha actuado cotidianamente, desde mucho tiempo atrás.
Para ese amplio grupo –identificable en todos los partidos–, la política ha dejado de ser una actividad tendiente a conseguir el bien público; ha perdido su orientación de servicio, para convertirse en una práctica delincuencial normalizada, aceptada. Si hubo alguna sorpresa en el acto con el que Moreno dio marcha atrás en su posición frente a la militarización, no fue la declaración misma sino la desfachatez con la que la hizo pública. Alito manipuló a los aliancistas para empoderarse y conseguir que el grupo en el poder le ofertara su exoneración.
Por otra parte, el sometimiento de Alito muestra, también de manera descarada, la estrategia del gobierno de López Obrador para desarmar a quienes se oponen a sus designios. En un país en el que detrás de un alto porcentaje de políticos, empresarios, periodistas y actores sociales hay historias turbias y enriquecimientos ilícitos, resulta fácil doblegar a quienes disienten. Basta con excavar sus trayectorias, sus andares por la política y la vida. La gran mayoría de los políticos han pretendido, reducir la crítica y desactivar a los grupos opositores.
Pero en la medida en la que la sociedad civil fue creando instituciones que limitaron la capacidad de abuso de los políticos, la contención de esas fuerzas fue menos discrecional y grosera. Ahora, con la mayoría de esas instituciones desaparecidas o debilitadas, la acción arbitraria del poder se ha incrementado de manera inversamente proporcional. La rendición de Alito ha sido por demás obvia. De pronto, Layda Sansores decidió poner fin al ilegal acoso con el que lo ablandó y orilló a entregarse a la voluntad de López Obrador. Que los políticos actúen sin el menor pudor no revela sino el grado de descomposición institucional y social que hemos alcanzado.
Eso explica –más que la incapacidad para enfrentar los hechos– el atrevimiento y la facilidad del presidente para mentir, como lo hizo en este último informe. La estructura política se lo permite. López Obrador tiene el apoyo incondicional de una amplia base de electores, aquellos a quienes el gobierno priísta cooptó para escasa y convenencieramente atender, a cambio de disciplina y votos. Aquellos que fueron usados para intercambiar favores con los grupos de mayor poder económico y político. Hoy se gobierna en su nombre, vía discurso, espectáculo y una política asistencial cada vez más extensa y dadivosa.
A ellos dirige el presidente su discurso, plagado de denuncias y oprobios contra todos quienes, por oponerse, quedan identificados como corruptos y enemigos de los subyugados. Pero también satisface a quienes no toleran más la incontenible y despiadada corrupción que convirtió al erario en botín e hizo que la competencia política se convirtiera tan atractiva como inescrupulosa. De esa manera, López Obrador tiene licencia para mentir y comportarse igual que a quienes criticó antes y fustiga y amenaza ahora. Una estructura institucional tan orgánicamente debilitada como cooptada a través de la lealtad de sus altos dirigentes –gracias a su cercanía con el presidente y al temor de perder su simpatía– facilitan el proceder despreocupadamente ilegal del presidente. La incondicionalidad del ejército le otorga mayor seguridad.
Hay un segundo evento que ha pasado más o menos desapercibido para la opinión pública, a través del cual se puede apreciar la pobreza política que vivimos y que se reproducirá en los tiempos por venir. Esta semana, Beatriz Paredes decidió emprender el camino hacia la candidatura presidencial de la coalición opositora, tras haber anunciado hace algunos días su intención de competir. Si bien su posible candidatura presidencial se sabía débil, a pesar de contar con buenas posibilidades de alcanzar la nominación por el bloque opositor, el denigrante espectáculo de Alito la ha debilitado. Beatriz es de las pocas personas que, a pesar de haber militado en el Revolucionario, goza de buena reputación y cuenta con un historial limpio, al menos hasta ahora. Su capacidad intelectual, su visión política así como su interés en el servicio público están más allá de cualquier duda, pues han quedado demostrados a lo largo de su larga trayectoria.
Beatriz aparece como personaje singular en la escena política. Aun cuando sus posibilidades de alcanzar la presidencia sean, al momento, muy limitadas, Beatriz podría contribuir a elevar el debate político y a rescatar de la invisibilidad y del lenguaje manipulado los verdaderos, múltiples y serios problemas que afectan al país. Si Alito se afianza, Beatriz y las posibilidades de rescatar a la política habrán quedado sepultadas. Seguramente, Moreno se proyectará a la candidatura priísta y facilitará el triunfo de Morena, la permanencia de eso que se vende como cuarta transformación y asegurará que la huella de López Obrador deje marcado al país. La única esperanza: una rebelión interna que expulse a Alito. Poco probable que ocurra.