Por: Rosa María Lechuga
Porque tuve que marcharme Todos pueden comprender
Yo pensé que en cualquier momento
A tu suelo iba a volver “Por si acaso
no regreso” Angie Chirino y Emilio Estefan
Apenas hace dos días llegaban a México 245 urnas con las cenizas de los paisanos radicados en Nueva York y que perdieron la batalla frente al COVID-19.
Emigrantes que se fueron de su hogar para realizar el “sueño americano”, una inmigración tradicional que empezó por ahí de 1848 y que hoy en día los flujos migratorios continúan hacia los Estados Unidos de América a pesar de los esfuerzos de esta nación por impedirla.
Pero la inmigración es tan natural y antigua como la propia humanidad, que impedirla sería impedir el desarrollo de cualquier sociedad.
¿Cuándo se convirtió la inmigración en un proceso de sufrimiento y, para muchos, en un acto ilegal, cuando en sus inicios la razón principal era económica? Hoy migrar significa incluso arriesgar la vida.
También es un movimiento que ha puesto en jaque a más de una nación ante la crisis sanitaria mundial al ser los “migrantes”, “refugiados”, “demandantes de asilo” o “sin papeles” (ilegales) el sector de la población más vulnerable y que no puede ser expulsado del territorio (según sea el caso).
Las asociaciones como Médicos sin Fronteras, Human Rights Watch o la Cruz Roja, a nivel internacional simplemente no se dan abasto. ¿Alguien sabe dónde están los migrantes provenientes de Centroamérica o incluso del sur y que atraviesan México para llegar a Estados Unidos? ¿O saben algo de los inmigrantes que llegan de países como Siria, Irak, Afganistán, Irán o Nigeria, cuya puerta de entrada a Europa es Grecia o Italia, naciones fuertemente tocadas por el coronavirus?
¿Quién puede decir cuál es la suerte que han corrido los venezolanos que huyen de la doble crisis que viven en su país? No se sabe con certeza el número de personas contagiadas y detenidas en los centros de retención o los campos para refugiados, donde los servicios son básicos y que, en tiempos de crisis como esta, se vuelven insuficientes.
Nadie habla de los inmigrantes; o bueno, sí, cuando hay una urna con sus cenizas y que corrieron la suerte de ser cremados y llevados a su lugar de origen. Porque la crisis ha rebasado a todo y a todos y si no hay un manejo adecuado para la población promedio, mucho menos lo habrá para la clandestina y por lo tanto la más vulnerable.
Romper paradigmas en cuanto a los flujos migratorios internacionales y revenir a la raíz parece una tarea titánica, pero no es imposible.
Alejandro Portes (Premio Príncipe de Asturias 2019), cubano de nacimiento y radicado en diferentes ciudades estadounidenses como Nueva York, Illinois o Baltimore, eminencia en el campo de las migraciones internacionales, ha dejado claro que los inmigrantes son beneficiosos tanto para la sociedad de acogida como para ellos mismos.
“Un proceso de integración en la sociedad receptora les permite desarrollarse a otros niveles y bajo otras perspectivas de crecimiento de diversos tipos, que difícilmente se hubieran alcanzado en el lugar de origen”.
Lo que hace falta (entre otras cosas) son esquemas que le permitan al inmigrante promedio viajar en óptimas condiciones y radicar de forma legal y con la protección que merece cualquier ser humano sobre la Tierra, sobre todo en cuestiones de salud. Sólo así, las sociedades receptoras dejarán de ver al inmigrante como una amenaza y a su vez éste, cuando así lo decida, podrá regresar a su patria por su propio pie y no en una urna.