NOTAS PARA UNA DEFENSA DE EMERGENCIA
Silvino Vergara Nava
La política se ha convertido en un bien de consumo
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Mi madre me recomendó hacerme funcionaria para poder disfrutar de una jubilación tranquila; contesté que, al ritmo de devastación medioambiental que nos gastamos, probablemente, no habría sistema de pensiones público cuando me llegase el turno
Azahara Palomeque
(Vivir peor que nuestros padres, Editorial Anagrama, Barcelona, 2023)
Una más de las iniciativas de modificaciones constitucionales presentadas el 5 de febrero de 2024, por el aún titular de la administración pública federal, corresponde a la denominada “Reforma para el bienestar”.
Consiste en tener derecho a una pensión no contributiva a partir de los 65 años de edad, derecho a una pensión universal a menores de 65 años que padezcan discapacidad, así como habilitación y rehabilitación, con preferencia a menores de 18 años, jornal a campesinos que siembren árboles frutales y maderables (“Sembrando vida”), apoyos directos a pescadores y campesinos (“Producción para el bienestar”).
También incluye precios de garantía para compraventa de alimentos básicos, fertilizantes gratuitos a pequeños productores, incremento anual progresivo en becas a los estudiantes, capacitación laboral para jóvenes de entre 18 a 29 años que no estudien ni trabajen, y a recibir de manera directa un apoyo económico equivalente a un salario mínimo, dando prioridad a los que se encuentren en condición de pobreza; el salario mínimo no podrá fijarse por debajo de la inflación.
Bueno, esto es una verdadera carta de puras buenas intenciones, si así fuera: ¿de qué nos preocupamos?, ¡vivamos la vida!
Pero no es así. Desafortunadamente, en realidad, el problema es pretender convertir a la Constitución en un poema o en una carta a Santa Claus, porque tarde o temprano todas estas “aspiraciones presidenciales”, resultarán imposibles de cumplir, si es que no se cuida la mano que produce y da esos recursos económicos para irrigar todos esos dispendios, ahora denominados “derechos sociales”, de un estado social de derecho, estado benefactor o bien, estado prestatario.
El auge de estos derechos sociales ocurrió en las décadas de los 50 y los 60 en muchos de los países de Europa, incluyendo también Estados Unidos de América; se venía de la guerra, en donde murieron 50 millones de personas.
Había que cambiar las cosas; de lo contrario, se iba a provocar un verdadero problema de pérdida de estabilidad social; los derechos sociales sirvieron para apaciguar los desastres de la guerra.
Pero los países del primer mundo se dieron cuenta de que no iba a alcanzar nunca el dispendio que provocan para el Estado esos derechos sociales, si es que no se cuida la pequeña y la mediana empresa.
Eso fue lo que no se pudo lograr, porque Inglaterra y Estados Unidos de América, lo que hicieron fue ir reduciendo los derechos sociales a costa de una violación clara a derechos adquiridos, la irretroactividad de la ley, etcétera.
Entre 1979 y 1980, que fueron las fechas emblemáticas de esos cambios, se puede percibir que se detectó el error que fue solapar, subsidiar, ayudar por los gobiernos de los países a las grandes empresas, monopolios y emporios, destruir la mediana y pequeña empresa; esto implicó que no hubiera recaudación apropiada y suficiente para cumplir con esos derechos sociales.
Esa es la experiencia que dejaron los derechos sociales en esos países. El problema es que, si bien detectaron la enfermedad, la medicina ya no la pueden aplicar, porque resulta que ya no están en el poder de decidir sobre ello.
Es decir, es el poder económico el que está sobre el poder político y por ello, son los gobiernos incapaces de permitir un capitalismo más humano, prudente y apropiado, que permita fomentar el esfuerzo, el trabajo y con ello las capacidades de cada persona, y así, lograr subsistir las medianas y pequeñas empresas, que son las que mantienen el mayor número de personas trabajando, a diferencia de las grandes empresas que cuentan con una gran cantidad de procesos ya altamente tecnificados y que no requieren de tanto personal.
Además, esas pequeñas y medianas empresas son las que, está comprobado, cuentan con el mayor número de empleados permanentes: no sufren tanta rotación, esto permite estabilidad en las familias y por ende, en la sociedad.
Esto es más benéfico para el Estado: un sistema impositivo más justo permite que estos sean los que mayor recaudación otorguen y, con ello, se logra contar con los recursos necesarios para sufragar esos derechos sociales.
Sin embargo, de seguir la política despiadada de acabar con las medias y pequeñas empresas, apoyar e incluso entregarse los gobiernos solamente a las grandes empresas, lo único que se provoca es que esos derechos sociales sean dádivas electorales.
Lejos de considerar a los ciudadanos que se benefician de esos derechos como personas, se les pone el disfraz de simples consumidores que requieren las grandes empresas, los monopolios, que viven de tener endeudada a la población, como es el caso de las instituciones financieras, empezando por los bancos.
Por ello es que en la actualidad son esos grandes monopolios los que están más a gusto con los derechos sociales que se traducen en dinero para consumir. Y, ¿esas son políticas de derecha o de izquierda?