Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Un estudio documentado por la investigadora María del Carmen Vázquez Mantecón insinúa que el origen de la palabra “china” o “chinita” tiene su origen en los territorios recién conquistados por los españoles.
Por un lado, la casta de zambos de la Nueva España aludía a la mezcla de negros con indias. Por el otro, “chonbos” (sic) o “chinbos” (sic) eran los apodos impuestos por los europeos a los cargadores y albañiles negros procedentes de África, según Carl Nebel, en su “Viaje pintoresco y arqueológico sobre la parte más interesante de la República Mexicana en los años transcurridos desde 1829 hasta 1834”.
En femenino, entonces, una chinba o chinbita quedaron reducidas a china o chinita, para una peyorativa y más fácil pronunciación.
Las chinitas, esas mujeres morenas de ojos grandes, hermosos y rasgados, a la vez.
Complicaciones al margen, el término fue muy popular sólo durante la primera mitad del siglo XIX en México, pues aludía a mujeres con estas características físicas y cuyas cualidades eran ser trabajadoras, proveedoras y alegres.
El francés Lucien Biart, quien viajó por este territorio también, vivió en Puebla, escribió crónicas y refirió que las chinas eran “morenas hijas ardientes del trópico, vivaces, cariñosas y muy limpias”.
Las describió también como mujeres jóvenes, fuertes, bellas, de tez apiñonada y con formas entre redondas y esbeltas.
Biart, sin embargo, nunca describió a las chinitas como mujeres “fáciles”, pues ellas “buscaban una relación única como esposa o amante establecida”, pero única.
Por su presunto origen negro, posteriormente impuesto por el imaginario, fueron reconocidas además por su cabellera rizada que llevó a la expresión de “mujeres de pelo chino”.
En cierta charla con el cronista Efraín Castro Morales, me reveló dos herencias de la comunidad negra de Puebla, hoy casi desconocidas: los negros como grandes constructores de nuestra ciudad y como creadores de la figura de las chinitas.
Ya no hablar de la preferencia de los hispanos por las mujeres morenas y negras a quienes terminaban manteniendo como sus amantes, “tal como las mexicanas prefieren a los ‘güeros’ aventureros”, escribió el viajero angloamericano George Ruxton.
Al retomar los escritos de Carl Nebel, el viajero narra que el vestuario que conoció de las chinas en Puebla y Guadalajara era “vistoso, brilloso, pero carente de gracia, aunque siempre limpios, que descubrían zapatos de seda en la parte inferior”.
Hay observaciones que destacan que el artista Claudio Linati, quien retrató la vida y los trajes mexicanos más famosos, no registró algún vestuario de ese tipo: la mujeres europeas portaban faldas de colores obscuros; las nativas usaban mayormente colores claros, predominando el blanco, pero sin adornos en ambos casos.
Guillermo Prieto, en su calidad de cronista, quiso conocer a las chinitas poblanas. Decepcionado partió de esta ciudad pues no encontró algún referente real de ellas.
“Buscaba en cada mujer poblana a una ‘china salerosa’, con camisa descotada, breve cintura y zagalejo reluciente”, pero no la encontró, como lo confiesa en su libro Ocho días en Puebla (1849).
Tal vez faltole visitar alguna pulquería de Cholula, o del barrio de Santiago, o de la calle del Correo Viejo (hoy 5 Poniente 500).
O de la actual 11 Poniente 300 de la ciudad de Puebla que, a partir del año 1750 fue nombrada como la Calle de las Chinitas.
Como Rufino José Cuervo lo aclara en su obra Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1907), una china o chinita era “una niña, una muchacha, una mujer del pueblo bajo; criada mujer india…”. Y la calle poblana de las Chinitas era proveedora de ellas.
Es un cronista anónimo que usó “Cosmos” como su pseudónimo, quien revela que durante la primera mitad del siglo XIX es cuando tergiversan la palabra chinita “para hacer referencia a una mujer pública”, y que en la gran mayoría de los casos no lo fue, pero con el paso de los días y años quedaron señaladas como tales.
De ahí el referente de los forasteros recién llegados a la Puebla de los Ángeles: “vamos a visitar a las chinitas, a las chinas poblanas”.
Agustín Arrieta reprodujo la noble y divertida actividad de aquellas chinas en sus óleos.
Y que fueron las menos, hay que aclararlo.
Para ponerle cerrojo a esta lectura, comento que aunque durante la primera mitad del siglo XIX en dos ocasiones fue mencionada Catarina de San Juan en el “Calendario de Cumplido para 1840” y en el Apéndice al diccionario universal de historia y geografía (1855), de Manuel Orozco y Berra, nunca la llamaron la china poblana. Nunca.
La de Catarina fue una vida ajena a lo pagano y por eso vistió siempre de negro.
Catarina, tan alejada de la falsa imagen del colectivo.
Tan distante de las chinitas.