José Manuel Nieto Jalil / Director del Departamento Regional de Ciencias en la Región Centro-Occidente. Tecnológico de Monterrey
La historia de la ciencia ha sido escrita, en gran medida, desde una perspectiva masculina, relegando a las mujeres a un papel secundario o ignorado, a pesar de sus contribuciones esenciales. Desde la antigua Grecia, donde se les prohibía el acceso a la educación formal, hasta los siglos XVIII y XIX, cuando muchas científicas tuvieron que trabajar bajo seudónimos o a la sombra de colegas varones, las barreras estructurales han limitado su participación en la producción y difusión del conocimiento. Sin embargo, la perseverancia de innumerables mujeres ha desafiado esta exclusión, logrando abrirse paso en un entorno que durante siglos les fue hostil.
A pesar de la persistencia de la brecha de género en múltiples áreas científicas, su presencia ha pasado de la periferia al centro del quehacer científico, convirtiéndose en piezas clave en la innovación y resolución de los grandes problemas globales del siglo XXI. Hoy en día, su creciente liderazgo en investigación, docencia y aplicación de la ciencia no solo enriquece el conocimiento, sino que redefine el avance tecnológico y científico.
Históricamente, la participación de las mujeres en la ciencia ha estado restringida por barreras socioculturales que las excluyeron de los círculos académicos. Durante la Antigüedad y la Edad Media, la educación formal era un privilegio masculino, lo que limitaba sus oportunidades. No obstante, algunas lograron desafiar estas restricciones. Hipatia de Alejandría (siglo IV), matemática y astrónoma, fue una de las primeras mujeres en destacarse en la ciencia, aunque su trágico asesinato evidencia los peligros que implicaba ser una mujer intelectual en su tiempo. Posteriormente, en los siglos XVII y XVIII, científicas como Maria Sibylla Merian, pionera en la entomología, y Émilie du Châtelet, cuya traducción y comentarios sobre los Principia Mathematica de Newton fueron fundamentales para la física, desafiaron las normas establecidas.
El siglo XIX marcó un punto de inflexión con la apertura de algunas instituciones académicas a las mujeres, aunque con restricciones en laboratorios, publicaciones y financiamiento. Fue en este contexto que emergieron figuras icónicas como Marie Curie, la primera persona en recibir dos premios Nobel en disciplinas científicas distintas (Física en 1903 y Química en 1911), sentando las bases del estudio de la radiactividad. A su vez, Ada Lovelace, en matemáticas e informática, desarrolló los primeros algoritmos para una máquina de computación, lo que la convierte en la precursora de la programación moderna.
A pesar de estos logros, la desigualdad persistió. De las más de 600 personas galardonadas con el Premio Nobel en Física, Química y Medicina, menos del 5% han sido mujeres. Este número no refleja una falta de mérito, sino una estructura de exclusión que minimizó su reconocimiento. Ejemplo de ello es Rosalind Franklin, cuyo trabajo con la difracción de rayos X fue clave para descubrir la estructura del ADN, aunque el crédito fue tomado por Watson y Crick. De manera similar, Lise Meitner, quien desempeñó un papel crucial en la comprensión de la fisión nuclear, fue ignorada por el comité del Nobel en favor de Otto Hahn.
A lo largo del siglo XX y XXI, el papel de las mujeres en la ciencia ha ganado visibilidad, aunque su reconocimiento ha sido desigual. En biomedicina, Gerty Cori se convirtió en la primera mujer en recibir el Nobel de Medicina en 1947 por su investigación sobre el metabolismo de los carbohidratos, sentando las bases para comprender enfermedades como la diabetes. Décadas más tarde, Barbara McClintock, con su descubrimiento de los transposones (fragmentos de ADN que pueden moverse dentro del genoma), revolucionó la genética moderna y obtuvo el Nobel en 1983. Más recientemente, en 2020, Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna revolucionaron la biotecnología con la técnica CRISPR/Cas9, un método de edición genética que ha abierto nuevas fronteras en la medicina y la ingeniería genética.
En el ámbito de la física, la representación femenina ha sido aún más escasa. Maria Goeppert-Mayer, en 1963, fue reconocida por su modelo de capas nucleares en los átomos, un descubrimiento clave en la física cuántica. No fue hasta 2018 cuando Donna Strickland recibió el Nobel por sus contribuciones en óptica láser, siendo solo la tercera mujer en la historia en obtenerlo en física.
En química, el panorama es igualmente desafiante. Dorothy Crowfoot Hodgkin, galardonada en 1964, descifró la estructura tridimensional de la insulina y otras biomoléculas mediante cristalografía de rayos X, un avance fundamental para el desarrollo de fármacos. Décadas después, Ada Yonath, en 2009, fue reconocida por sus estudios sobre la estructura del ribosoma, fundamentales para la creación de antibióticos más eficientes. En 2018, Frances Arnold obtuvo el Nobel por sus métodos de evolución dirigida de enzimas, una innovación clave en biotecnología y biocombustibles.
Si bien los premios Nobel son un indicador de reconocimiento, el número de mujeres galardonadas sigue siendo preocupantemente bajo en comparación con los hombres. Esto pone en evidencia no solo las dificultades históricas que han enfrentado, sino también la necesidad de continuar promoviendo políticas que fomenten su acceso y liderazgo en el ámbito científico.
A pesar de los avances logrados, la brecha de género en la ciencia sigue siendo preocupante. Según la UNESCO, las mujeres representan solo el 33% de los investigadores científicos a nivel global, con diferencias entre regiones y disciplinas. En campos como física teórica, matemáticas e inteligencia artificial, su representación no supera el 15% en muchas instituciones. En áreas emergentes como computación cuántica y robótica, la disparidad es aún mayor, lo que evidencia que las barreras de género no han desaparecido.
Los factores que perpetúan esta desigualdad son múltiples. La falta de modelos femeninos en la ciencia desincentiva a nuevas generaciones. A esto se suman los estereotipos de género, que siguen asociando la ciencia, la ingeniería y la tecnología con habilidades masculinas, afectando la percepción de las capacidades de las mujeres en entornos académicos y laborales. Otro obstáculo significativo es la dificultad para conciliar la vida profesional con la personal, dado que en muchos países la mayor parte de las responsabilidades familiares sigue recayendo sobre las mujeres.
Además, el techo de cristal, una barrera invisible que impide el ascenso de las mujeres en la jerarquía académica y científica, sigue limitando su acceso a posiciones de liderazgo. En el mundo, menos del 12% de los rectores de universidades y directores de centros de investigación son mujeres. Esta exclusión no solo restringe el potencial de las investigadoras, sino que impide que la ciencia se beneficie de una diversidad de enfoques.
Por otro lado, estudios han demostrado que la inclusión de mujeres en equipos de investigación mejora la calidad y diversidad del pensamiento científico. La equidad de género no es solo una cuestión de justicia social, sino un imperativo científico y económico. Equipos diversos generan enfoques más innovadores, evitan sesgos en la investigación y desarrollan soluciones más eficaces para problemas complejos. La historia ha demostrado que excluir a las mujeres en la ciencia ha sido un error que ha frenado el progreso.
Si bien los esfuerzos por reducir la brecha de género en la ciencia han dado frutos, queda mucho por hacer. La implementación de políticas educativas que fomenten el acceso de niñas y jóvenes a carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) es fundamental. Programas de mentoría, redes de apoyo y financiamiento específico para mujeres en la investigación pueden marcar la diferencia. Sin embargo, no basta con abrir puertas, es necesario garantizar que las mujeres tengan las mismas oportunidades de crecimiento y liderazgo en la ciencia.
La equidad de género en la investigación no es solo una cuestión de derechos, sino una necesidad para el avance del conocimiento y el bienestar global. A medida que enfrentamos desafíos como el cambio climático, las pandemias y la exploración espacial, la ciencia no puede permitirse desperdiciar la mitad del talento humano. La historia ha demostrado que cuando las mujeres tienen la oportunidad de participar plenamente en la ciencia, los avances son más rápidos, innovadores y transformadores. Por ello, es responsabilidad de la sociedad, la academia y los gobiernos consolidar un entorno donde las científicas del presente y del futuro puedan desarrollar su máximo potencial.