Por: Jorge Alberto Calles Santillana
El manejo informativo de la pandemia nos ha llevado a enfocar nuestra atención en el número de contagios y de fallecimientos; en las fechas en las cuales podremos contar con la vacuna y en el momento en el que el peligro desaparecerá. Menos atraídos nos hemos sentido por obtener aprendizajes de este doloroso proceso.
Ciertamente, intelectuales y profesionales de prácticamente todas las áreas del conocer y el hacer han producido reflexiones importantes acerca del significado momentáneo y futuro de esta pandemia.
Sin embargo, la mayoría de los gobiernos y de los ciudadanos del mundo están más preocupados, no sin razón, por la supervivencia que por la futura vivencia.
Con variaciones en los énfasis, las diferentes versiones sobre COVID-19 coinciden en algo: el modelo de desarrollo consumista que hemos seguido en por lo menos los últimos sesenta años ha propiciado un deterioro tal en nuestra relación con la naturaleza y en nuestras relaciones sociales que la aparición del virus y sus efectos sólo nos sorprendieron en el momento de su aparición y expansión, pero no como fenómeno y por su alcance.
Desde hace diez años, por lo menos, diferentes expertos venían pronosticando el surgimiento de una pandemia como ésta. Pero a pesar de tantas advertencias, nada se hizo para evitarla o, por lo menos, reducir su impacto lo más posible.
Tal desatención obliga a preguntarnos ¿qué nos espera en el futuro? ¿Podremos enfrentar la siguiente pandemia y sobrevivirla? Eso dependerá de cómo procesemos el surgimiento y desarrollo del coronavirus y de cómo planeemos el futuro, el mañana después de él.
Me declaro pesimista. Temo que una vez que el avance del virus tienda a ceder y la vacuna esté al alcance de la gran mayoría de la población, los seres humanos tenderemos a reproducir los hábitos de consumo y acción que nos definían hasta antes del estallido de la pandemia.
Los comportamientos individuales observados en los últimos tiempos alimentan mi espíritu negativo. En un primer momento, durante las primeras semanas de la contingencia, los noticieros y las redes sociales nos mostraron a unos seres humanos encontrando belleza en el aislamiento y volcándose generosamente hacia los demás.
La mayoría mostraba respeto hacia el prójimo y compartía sus habilidades artísticas para generar un sentimiento de solidaridad y hermandad. A fuerza de que la contingencia se fue extendiendo más de lo que inicialmente se esperaba, los estados de ánimo se han modificado.
El hartazgo ha dado pie a que el egoísmo resurja y empiece a dejar de lado a la solidaridad comunitaria. Dígalo si no la reciente irrupción alebrestada de una muchedumbre a las instalaciones de un supermercado de Chilpancingo.
Un video que circuló profusamente nos mostraba a mucha gente tratando de entrar atropelladamente para participar de las promociones en los artículos básicos anunciados por la tienda.
Como si las mercancías estuvieran escaseando, los consumidores corrían impulsados sólo por el interés por obtenerlas, sin mostrar la más mínima preocupación por los demás, muchos de los cuales habían caído. Eso sí, casi todos los que en ese momento ingresaron portaban tapabocas. Sin duda, la gran mayoría de quienes vimos ese video reprobamos la acción, tanto de la franquicia comercial como de la gente.
¿Cómo es posible esto?, seguramente nos preguntamos. Convertidos en jueces, no dudamos en tachar de irracional e irresponsable tal comportamiento. Lamentablemente, debemos reconocer que lo que vimos es más común de lo que queremos creer.
¿Por qué se comporta así la gente? Porque la racionalidad pura no existe. Cada una de esas personas producirá, sin duda, explicaciones perfectamente racionales de su conducta. Todas ellas estarán, aún hoy, plenamente convencidas de que actuaron con razones; serán capaces de justificarse.
La racionalidad se produce socialmente, a través de nuestras relaciones sociales y en medio de un ambiente simbólico que le confiere sentido a nuestro hacer y a nuestras decisiones. Muchos de ellos acudieron al supermercado en ese momento al menos por dos razones: la necesidad sentida de obtener productos baratos en una coyuntura económica difícil y la necesidad de salir y circular a la manera a la que están acostumbrados.
Podrá argumentarse que no fueron responsables al exponerse al contacto con otros muchos, contrariamente a como recomiendan las autoridades sanitarias. En su defensa, la mayoría de ellos dirá que acudieron protegidos por su tapabocas.
Así, la prenda aparecerá como el argumento racional más sólido y será usada como escudo contra toda crítica. Todos tendemos a emplear un recurso de la racionalidad general (“pero llevaba cubrebocas”) para defendernos y convencernos que actuamos debidamente.
Me temo que una vez que la pandemia sea historia volveremos a ser estos seres egoístas, movidos por una racionalidad marcada por fuertes influencias sociales y por una emocionalidad más tendiente a la gratificación que a la utilidad y sana convivencia. Tenderemos a reservar esas primeras manifestaciones de generosidad y solidaridad para que un nuevo mal pandémico nos conduzca a reactivarlas.