Por: Jorge Alberto Calles Santillana
La popularidad del presidente López Obrador continúa siendo alta y algunos analistas consideran que impactará positivamente a los candidatos de su partido en las elecciones de junio. De ser así, es posible que Morena arrase en la contienda y el presidente cierre su mandato con mucha más fuerza que la que ha tenido durante este primer trienio.
Varios analistas han señalado que el carisma personal del presidente y su manejo informativo en las conferencias mañaneras son la clave de su éxito. Sin duda. Pero creo que hay que ir más allá para comprender el fenómeno López Obrador, en toda su magnitud.
Buena parte de la popularidad del presidente tiene sus cimientos en el empleo que hace de los recursos simbólicos que tiene a su disposición desde el poder. La fuerza de López Obrador radica en que, por años, hizo cuatro cosas que redituaron dividendos que ahora capitaliza.
Primera, recorrió el país y se relacionó permanentemente con los sectores más desfavorecidos de la población. Segunda, a diferencia de los políticos que ya estaban encumbrados en el poder, Andrés Manuel se confundió con la gente por su vestimenta descuidada y su vocabulario popular, cargado de dichos, refranes y términos propios de la gente sencilla, humilde. Tercero, recopiló los malestares, las inconformidades y las insatisfacciones de esos grupos y en los escenarios públicos nacionales los empleó como instrumentos de crítica feroz al poder establecido. Cuarta, consiguió transitar por posiciones de poder sin ser acusado de incurrir en actos de corrupción y sin que enriquecimiento indebido se hiciera evidente.
De esa manera, a fuerza de ser siempre él mismo, López Obrador consiguió construir un personaje de hombre de pueblo, honesto, bueno, íntegro, realmente interesado en combatir el desempeño corrupto y equívoco de la gente del poder.
López Obrador encarna así, a todos aquellos que por muchos años sólo representaron para el poder una fuerza de legitimidad, un sostén. Nuestra cultura autoritaria, de larga historia, reforzada por la construcción de un presidencialismo todopoderoso, cimentado en un partido, el PRI, más orientado hacia cooptar y desmovilizar que hacia organizar y empoderar a los grupos sociales, ha jugado a favor de Andrés Manuel.
Los políticos mexicanos educaron a la sociedad mexicana en la separación del poder político y las demás actividades, bajo la premisa de que sería el poder quien autorizara la actividad social, cualquiera ésta fuera, y concediera los recursos para llevarla a cabo. Las clases más poderosas acataron, pero fueron ampliamente favorecidas.
Los demás grupos sociales, sólo fueron controlados y recibieron no lo que demandaban o necesitaban, sino lo que quienes ejercían el poder consideraban suficiente para mantener el orden de cosas y, a ellos, desmovilizados.
En buena medida, esto ayuda a entender por qué el discurso plagado de pausas, de explicaciones simplistas, cargadas de verdades a medias y de datos incorrectos, construidas muchas veces a través de vocablos familiares para los tabasqueños, pero no para el resto de los mexicanos, se ha convertido en la clave del éxito de López Obrador.
El presidente acude a las mañaneras, no a informar, sino a conversar, a charlar como lo hace la mayoría de la gente. López Obrador sabe bien, y lo maneja con gran éxito, que esa gran masa que fue largamente ignorada, que resultaba invisible para la gente de poder, se cree representada, asume que el presidente es alguien como ellos. Si la corrupción desapareció o se ha incrementado es algo irrelevante. Si los trenes, aeropuertos y refinerías de verdad resolverán problemas, tampoco tiene importancia. Si la democracia se desmorona, qué bueno, porque no era una democracia para ellos, sino para los otros, los que los ignoraban.
En los noventas, Bill Clinton pudo vencer en las elecciones a George W. Bush, quien se consideraba invencible por sus éxitos en política exterior, con la frase “es la economía, estúpido”.
Clinton proponía, así, atender las necesidades cotidianas de la gente y con eso convenció al electorado. En México, ahora, podemos decir, “no es la economía, ni la democracia, es la identidad”.
El discurso polarizante es la herramienta que López Obrador ha empleado toda su vida para identificar a los buenos de los malos. Por eso es un presidente que ha dejado atrás el discurso de un “México para todos”, para promover un discurso de “primero los pobres” con lo cual se proclama portavoz, defensor y prócer de aquellos que nunca contaron con y para nadie. Esto es lo que debería entender la oposición, pero no acaba de entenderlo.
Antes he dicho y repito: para que México de verdad crezca y desarrolle su potencial, no basta sacar a López Obrador del poder. Es necesario desarrollar un proyecto de verdadero progreso, pero no al estilo del PRI y del PAN, para unos cuantos. Tampoco al estilo de Morena y López Obrador, progreso en el discurso, fantasioso. Urge una tercera vía. No hay oposición capaz de orquestarla.