Por: Antonio Peniche García
El brillante filósofo Baruch Spinoza establece en su Tratado Político: “En la medida en que los hombres son presa de la ira, la envidia o cualquier afecto de odio, son arrastrados en diversas direcciones y se enfrentan unos con otros […]. Y como los hombres, por lo general, están por naturaleza sometidos a estas pasiones, los hombres son enemigos por naturaleza”.
Sin embargo, es de llamar la atención que un autor considerado como subversivo y expulsado de su comunidad sea, después de todo, el creador de los límites del estado político. Pareciera ser el impulsor de la destrucción de todo orden, cuando es precisamente el inspirador de un orden consciente y razonado.
Para Spinoza, el hombre se vuelve hombre viviendo en sociedad, mirándose al espejo en el otro. Ir hacia el otro es un acto de razón. La constitución de lo político está inscrita en el interés mismo de los hombres, que serán más hombres si reconocen que los otros, sus congéneres, son los que los hacen pertenecer a la Humanidad.
La política, en el pensamiento del filósofo neerlandés, se funda en las relaciones que los hombres razonables entablan necesariamente entre sí. Lo político no debe buscarse afuera, en una exterioridad, sino en esta razón que los define:
“En la medida en que los hombres viven bajo la guía de la razón, llegan a concertarse, a entenderse, por naturaleza, necesariamente […], razón que no puede adquirirse sino mediante el trabajo de la conciencia, la que lo político deberá sacar a la luz y le permitirá ir al encuentro del otro” (Ética).
Frater es el término original del latín y de dónde la palabra fraternidad deriva. Quiere decir “parentesco entre hermanos o hermandad”. En su concepto amplio, la fraternidad universal contempla la búsqueda de la buena relación entre los hombres, con base en sentimientos de respeto, solidaridad y empatía.
El llamado a establecer una fraternidad universal no debe limitarse a una raza, una clase, una élite, una nación o un grupo de personas. En todas partes, en todas las clases sociales, en todas las naciones, existen seres de buena voluntad, para quienes este llamado significa tener una actitud cordial y respetuosa ante la vida.
Uno de los grandes retos de nuestra incipiente humanidad debe de ser la superación de todo aquello que no se adecúa a nuestras normas y tabúes. Vencer la repulsión a todo lo que no conocemos; buscar entender y no juzgar al botepronto aquello que nos es extranjero implica, ciertamente, un principio de exclusión del yo y comporta, en consecuencia, un principio de inclusión del nosotros.
Los egocentrismos y los etnocentrismos generan un muro infranqueable entre lo fraterno. Me llevaría páginas y páginas citar una enorme cantidad de ejemplos sobre las barbaries e injusticias cometidas entre los hombres. Y muchas de ellas cometidas en nombre de la fraternidad.
La profunda indiferencia hacia el prójimo, junto con las estructuras monolíticas e inalterables de la individualidad, propician la generación de enemigos por doquier. Y la existencia de enemigos alimenta la propia barbarie y la de los otros. La ceguera mental y espiritual se posiciona como la oscura conductora en el camino de la humanidad.
¿Cómo poder comprender la fraternidad cuando, al parecer, entendimos mal la máxima del Evangelio de Jesús: “Chingaos los unos a los otros” en lugar de “Amaos los unos a los otros”?
La realidad es que si nos vamos al término literal de “amar” y lo trasladamos a que debo amar a mi madre como al tendero de la miscelánea o al “viene, viene” del estacionamiento del supermercado o al empleado mal encarado o al injusto y traumado jefe, se podría decir que es una misión casi imposible.
No obstante, en algún momento descubríalgo que me hizo entender esa primicia de la fraternidad. En una lectura de hace varios años, se explicaba que la traducción del hebreo antiguo del “ama a tu prójimo como a ti mismo” tendría que haber sido más específica.
Que la palabra correcta para entender ese mensaje, en primera instancia, era hablar del amor de tratamiento. Que, por supuesto, es una forma de amor. Si cambiamos el verbo tendríamos la frase “Trata a tu prójimo como a ti mismo” o “Trata a tu prójimo como te gustaría que te tratasen”.
Ese simple cambio de verbo hace que la acción se vuelva alcanzable. Se vuelva realizable. No es mi intención hacer un tratado filosófico o epistemológico sobre el amor. Pero como colofón de esta historia me gustaría agregar que lo fundamental es “conocerse y amarse a sí mismo” como primerísima regla de la vida.
Aristóteles afirmaba: “El conocimiento de uno mismo es el primer paso para toda sabiduría”.
Porque nadie da lo que no tiene. O, dicho sea de otra manera: “uno es lo que elige ser.”