Por: Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
“Si es salvadoreño y está tatuado, es un mara, seguro”.
“Si es guatemalteco, es buen albañil: págale 400 pesos a la semana. Ni cuenta se da”.
“Es un indio. No le hagas caso”.
“Indio con puro, ladrón seguro”.
El racismo y el clasismo mexicano son muchas veces peores que el estadounidense. O el europeo.
Más humillante.
Brutal, ignorante, pero real.
La novelista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en un escrito nada intrascendente, ensaya la “teoría” de una estructura de la discriminación: sentirnos “superiores” por el indefinido color de la piel. Por una condición económica, a veces temporal. O mal habida.
Sentirnos “superiores” por un inexistente “nivel social” (¿quién lo inventó?)
Por una apreciación “cultural” y de ascendencia “racial” regularmente basada en dichos familiares, cargados de excesiva ignorancia.
En fin.
Mucho se ha escrito, pero hay una nada extraña tendencia a no leerlo.
Por flojera o una mayor ignorancia al límite.
Antes de que Quetzaltenango (Guatemala) fuera una ciudad prohibida por la violencia para recorrerla y sumergirnos en sus excelsos alimentos, el aviso lo dieron ciertos personajes alemanes, italianos y asiáticos: “Aquí ya no entra nadie”.
No era un asunto sólo de mafias: “Ningún moreno (prieto) puede entrar a consumir en este pueblo”, establecieron.
Y nos negaron el alimento al visitante no “blanco”.
En México no nos sorprende: eso lo hacían en las “discos” y ciertos restaurantes de los años 80 y 90, por poner un ejemplo.
Ay, presidente Joe Biden: históricamente, México, y el resto de Latinoamérica, somos un mal ejemplo de racismo para los Estados Unidos.
Ni se preocupe.