Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Desde el año 1697, los Molinos de Amatlán fueron mencionados en los expedientes del Archivo Histórico del Municipio de Puebla (9/329), y a nombre de una tal familia Fraga casi una década posterior (manuscrito del Cabildo 11/237).
Pero eso, es historiografía para la fotografía.
La Puebla de los Ángeles obtuvo su primera ilusión como gran ciudad cuando descubrieron que el trigo sí “se lograba” en este valle, que no lo era del todo.
En lejanos campos, el territorio recién habitado era una resbaladilla de inclinadas lomas en la parte del sur de la naciente Ciudad de los Ángeles –“el Sur ignora la mirada que adivina dónde amanecerá mañana”, escribió Borges–, donde también fue sembrado trigo. Sí: en las actuales Huexotitla y Prados de Agua Azul que por cierto, en este siglo XXI, son mingitorios públicos de clientes de la Calle 43, más en las madrugadas que en sus noches de aguas de parras, aquellas que son puestas al toro que sí llega “al cite”.
Con el anterior párrafo (que la vid fue enraizada en nuestro angelical terreno) queda confirmado que los fundadores crearon tantas fantasías “como cúpulas hay por cada día del año en esta ciudad”, según escribió un posterior cronista imaginario hispano, cuyo texto trasladaron a una leyenda que nada tiene que ver con la Cholula cercana.
Pero hay que coger al torero; no al toro.
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Otros temas guardados en un tintero imaginario enriquecen nuestra historia, pero hoy, ¿quién escribe tan ‘vintage’ rodeado de seres alados, o sin ellos?
Porque si sor Juana no se hubiera muerto…
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Este escrito que observas fue reescrito una tarde de tormenta.
Avecindados en una región urbana, somos consentidos por esas lluvias poblanas destructivas, pero que apenas y “dilatan” veinte minutos.
Junto a un río que es paraíso de moscos, donde un chinaco sabe de la emoción emocionada ante el no silencio de una chinita.
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En 1790 son nombrados en documentos tres molinos en el hoy Mayorazgo de San José: (San Cristóbal) Amatlán, el Batán (de Diego Furlong) y el molino de Enmedio (o de San Juan de Enmedio), según el expediente del Ayuntamiento número 128 de aquel año.
Molinos de trigo que despertaron codicia de propios y más cercanos. Familiares, más que cercanos.
“Ciego que no ve, ordena. Y gana”, decía mi abuela.
Pero, ¿a qué vienen estas intimidades históricas?
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La independencia de la Nueva España cae y cae y recae en Puebla.
En su obra “La Independencia en Puebla”, el Doctor Efraín Castro Morales comparte lo más cercano a aquella realidad.
Una edición rústica editada en cierto sexenio poblano de los ochenta, con marco verde en la portada.
Un hecho que no es un dicho: lo vivido por “héroes”, traidores y lambiscones debe de estar escrito, no sólo dicho, como lo reitera Efraín.
Es lo que vale.
Una ciudad con manantiales, ríos, fértiles tierras, muchos molinos y más trigo, ceras, telas y jamones, y con vecinas poblaciones similares, fue una de las tantas razones para hacer partícipe a la Puebla en algunos movimientos insurgentes.
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Camino al Mayorazgo de San José –hoy 11 Sur– hay una calle paralela. La Nacional, creo que es nombrada.
Alguna vez rodeada de ríos, trigales, molinos y sacerdotes casi beatos, desde hace algunas décadas del siglo XX cambió de giro.
Una avenida que es abrevadero de golfistas de buena familia que reposan el baño y el vapor posterior a los 18 hoyos.
Uno de ellos es cierto motel: El Beato Carlo, entre otros.
Una alusión a la fertilidad de estas tierras poblanas.