La Suprema Consejera (Segunda y última parte)
Antonio Peniche García
Escribe Albert Camus: “Quienes rechazan el sufrimiento del ser y de morir quieren entonces dominar”.
Esa sed de dominación, de poder del hombre sobre otros, sobre la naturaleza, sobre su microuniverso, es ridículamente ilusoria. Fútilmente pasajera.
Una de las mayores paradojas de la existencia humana es que sólo nos podemos apegar a la impermanencia. Aferrarnos a la vida es desgastante.
Como no queremos ver a la cara a la verdad absoluta de la impermanencia, experimentamos frente a la muerte una angustia desgarrante.
Este corto y hermoso poema del Buda lo encontré en El libro tibetano de la vida y de la muerte. Resume a la perfección nuestro paso en esta Tierra.
“Esta existencia nuestra es tan efímera como las nubes de otoño.
Observar el nacimiento de los seres es como observar los movimientos de una danza.
La duración de una vida es parecida a la aparición de un rayo en el cielo.
La vida se precipita como un torrente de agua fluyendo abruptamente de una montaña”.
Solemos decir de forma usual: “Cómo pasa el tiempo” … mas la realidad es que el tiempo no pasa. El tiempo es como el cielo que siempre está ahí. Los que pasamos somos nosotros, como esas nubes de otoño…
Nada, absolutamente nada, posee el carácter de durable. La única ley en el Universo que no se encuentra sometida al cambio es que todo cambia y que todo es impermanente.
Esa impermanencia está ligada irremediablemente a nuestra muerte. Y es posible ver a la muerte como un proceso creativo y no destructivo.
Si logramos observarla más de cerca, se nos abre la posibilidad de un verdadero despertar y de una profunda transformación de nuestra visión de vida.
Al aceptarla y abrazarla, ocurrirá una disminución del miedo que ella inspira. Nos impulsará a dedicarnos más a servir y ayudar a los demás.
La aceptación de nuestra muerte nos conduce a un punto de vista más humilde y lúcido acerca de la importancia del amor. Un menor interés por la persecución de bienes materiales. Una mayor fe en la dimensión espiritual y en el sentido sagrado de la vida.
Y, sobre todo, nos puede llevar a gozar y a vivir una vida más alegre y feliz.
Hay un dicho muy popular que dice: “La vida es como una paleta helada. ¡Si la disfrutas, se acaba; si no, también!
Es en el día a día, en el ahora, en el hoy, que debemos prepararnos emocionalmente a aceptar nuestra muerte.
Es fundamental y valioso que tengamos esa apertura de abrirnos y aprender a hacerlo. Si no, el gran inconveniente y raíz primaria de nuestros problemas aparecerá para succionarnos al remolino existencial de la vacuidad y el sufrimiento.
El apego.
“Aprender a vivir es aprender a soltar”.
La sola idea de desapegarnos puede llegar a ser terrorífica. Pero es irónico y trágico que, si luchamos incesantemente por apegarnos a algo, lo único que lograremos es obtener desazón, amargura, abatimiento y una vida triste y desdichada.
Es imposible apoderarse o aferrarse de algo o alguien. Hacerlo nos llevará a un laberinto que no conduce a ningún lado.
Todo es temporal.
No hay nada, absolutamente nada de malo en querer ser feliz y disfrutar de la vida. Pero debemos tener conciencia de que no podemos apegarnos a lo que por su propia naturaleza es imposible de tomar, de agarrar.
Aprender a concientizar esta impermanencia requiere no sólo de la contemplación. Aprender a soltar requiere de teoría y práctica. Es importante desarrollar una actitud. Y poco a poco nuestra visión podrá empezar a transformarse.
Me encanta este sencillo ejemplo budista para explicarlo.
Toma una moneda e imagina que es cualquier objeto, persona o situación con la que se tiene un apego. Mantenla en tu puño, fuertemente cerrado y extiende el brazo, con la palma de la mano mirando hacia abajo.
Si ahora aflojas y reabres el puño, perderás aquello a lo que tanto te has apegado. Aferrarse a algo es elusivo. Se podrá realizar temporalmente, pero en el largo plazo es algo sin sentido.
No obstante, existe otra posibilidad. Es posible soltar. Puede uno desapegarse, sin perder nada: con el brazo todavía extendido, voltea la palma de tu mano hacia el cielo. Ahora abre tu puño…
La moneda permanece en tu palma abierta. Has soltado. Has “dejado ir” y la moneda sigue siendo tuya. A pesar del inmenso espacio que la rodea.
Es así que sí existe una manera de aceptar nuestra impermanencia. Y al mismo tiempo disfrutar de la vida y de todas las bondades que nos proporciona, sin llegar a apegarse de las cosas.
Porque al final no nos queda de otra. En razón de nuestra impermanencia, de nuestra temporal existencia, la muerte un día tocará a nuestra puerta. No existe duda alguna.
Debemos de aprender a mirarla directamente a los ojos. Como diría el General Maximus Decimus Meridius en la película Gladiador:
“La muerte nos sonríe a todos en algún momento. Lo único que te queda por hacer es devolverle la sonrisa”.
Mozart comentó en alguna ocasión: “La muerte es mi mejor amiga, mi más grande consejera”.
Tenerla presente en las decisiones más trascendentes de la vida le da al ser una visión pasmosamente lúcida y una sensación profundamente clara y serena.
Toda persona llega a tener frente a sí misma decisiones importantes y difíciles que tomar en algún momento de su existencia.
Si invitamos a la muerte a sentarse a nuestro lado y nos imaginamos a nosotros mismos en nuestro lecho final observando como una película nuestra propia vida, ella, la Suprema Consejera, te va a susurrar, sin duda alguna, qué decisión tomar.
Te va a crear una sensación en tu cuerpo de malestar o bienestar, dependiendo cuál sea la decisión correcta o equivocada.
Hay que aprender a escuchar no sólo a la mente. También al alma. Y ésta te habla a través de las sensaciones.
Para que, al momento de nuestra transmutación, la decisión tomada proporcione tranquilidad y nos otorgue una sensación de paz.
La ciencia ha demostrado que somos energía. Albert Einstein lo expresó con su famosa frase: “la energía no se crea ni se destruye, solamente se transforma”.
Elizabeth Kübler-Ross ha sido otra científica que ha escrito sobre la muerte. En su magnífico libro La muerte, un amanecer leí esta hermosa y sugerente frase: “Antes nos enseñaban que había que creer que había algo más allá de la muerte. Hoy no es de creer. Es de saber.”
Nuestra muerte es una transformación. Una transmutación con la que partiremos a otros planos para seguir aprendiendo.
Seremos nosotros mismos nuestros propios jueces ante la inmensa claridad, iluminación y diafanidad de nuestra propia conciencia.
El camino puede ser muy largo o corto. Depende qué tanto entendamos que nuestro paso efímero en esta nave planetaria llamada Tierra es para aprender y experimentar en el amor.
La ausencia del amor nos conduce al temor, padre de todos los males. La conciencia trabajada nos lleva al camino del Despertar. El alma escucha y la puerta que se abre entonces es la de la energía del amor…
Y para lograrlo deberíamos, necesariamente, de buscar asesoría e inspiración en nuestra Suprema Consejera.
Durante mis estudios en Francia, en mi búsqueda personal, se me apareció, El libro tibetano de la vida y de la muerte de Sogyal Rinpoché. Extraordinaria lectura que me marcó para siempre. Y a la que le debo muchas de la reflexiones de este artículo.