Iván Mercado / @ivanmercadonews / FB IvánMercado
Los mexicanos ya no tenemos margen para fingir que no es importante participar de las decisiones políticas porque “todos son lo mismo” o “porque todos roban igual”.
No. Está claro que esa postura mediocre y cómoda nos tiene justo donde hoy estamos, y es que fue precisamente esa actitud pusilánime la que nos encajonó en la actual disyuntiva: o los votantes mexicanos reaccionamos y defendemos a un país de instituciones en desarrollo, o disimulamos y volvemos a voltear la mirada hacia otro lado para dejar que unos cuantos decidan el futuro de 120 millones de seres humanos.
La advertencia no tiene matices; es directa y contundente: “Dado el riesgo, los votantes mexicanos del 6 de junio deberían apoyar a cualquier partido político de oposición que esté mejor situado para ganar, vivan donde vivan (…). Los partidos de oposición deben trabajar juntos para contener al presidente”.
Profunda, fuerte y hasta atrevida, la portada y el artículo que el influyente semanario británico The Economist dedicó la semana pasada al presidente de México ha resultado no sólo una ácida crítica al movimiento transformador de la llamada 4T, sino también un fuerte revés a una sociedad pasiva que no acaba de dimensionar el riesgo que significa en este momento del país consolidar un cambio de régimen que no ha logrado hasta ahora demostrar las bondades y conveniencias prometidas.
Con una severa crítica, The Economist llama “falso mesías” a un presidente latinoamericano que se ha empeñado en no entrometerse en la vida de otras naciones, para evitar justamente que la observación y el juicio desde el extranjero cuestionen públicamente su visión de país y sus decisiones de estado.
Pero mas allá de una larga lista de cuestionamientos sobre los resultados, las estrategias, las doctrinas y los métodos de la actual administración federal en México, la publicación cuestiona de manera extraordinaria la incapacidad e ignorancia de una oposición política que no puede o no quiere enfrentar y cuestionar al jefe del Ejecutivo.
El juicio es exacto: “El actual presidente es popular porque las fuerzas políticas de oposición en México hicieron un mal trabajo y también porque gran parte de la clase dominante es realmente corrupta”.
Incuestionable.
Esa es la verdadera fuente de poder de un hombre que hasta hoy ha señalado, cuestionado y condenado sin resistencia alguna. Ante sus insistentes acusaciones de corrupción hacia un sistema podrido, nadie levanta la voz, pero tampoco nadie cuestiona las evidentes y cuestionables historias del presente, porque lo que se acusa del pasado es cierto y porque no hay ninguna calidad moral para desafiar al poder.
Sin embargo, el hecho de que el presidente guarde razón en sus feroces críticas, y de que la “oposición política” esté tan comprometida por sus abusos que no pueda más que aguantar con la cabeza agachada todos los embates, eso no significa que las y los mexicanos despiertos y conscientes deban aceptar irremediablemente el destino de una sociedad atrapada entre un pasado vergonzoso y un futuro incierto.
México no es ni puede ser el país de un solo hombre o de unos cuantos partidos cómplices.
Éste es el momento exacto del reclamo generalizado y de la acción decidida para tomar por primera vez, y de manera pacífica, el control a través de una sociedad dispuesta a asumir la responsabilidad de quitar y poner democráticamente lo que más le convenga a este país.
La factura de ser permisivos y hasta cómplices de un sistema corrupto e injusto ha llegado en el peor momento.
Cuando los mexicanos estamos más divididos que nunca; cuando una pandemia ha destrozado la relativa comodidad desde la que, por muchos años, esta sociedad aceptó complaciente los escándalos y abusos sistemáticos de una clase política encumbrada en el poder, sin importar que hayan llegado a través de un priismo rancio y descarado, o por un panismo hipócrita e ignorante.
Los mexicanos ya no tenemos margen para fingir que no es importante participar de las decisiones políticas porque “todos son lo mismo” o “porque todos roban igual”.
No. Está claro que esa postura mediocre y cómoda nos tiene justo donde hoy estamos. Fue precisamente esa actitud pusilánime la que nos encajonó en la actual disyuntiva: o los votantes mexicanos reaccionamos y defendemos a un país de instituciones en vías de desarrollo, o disimulamos y volvemos a voltear la mirada hacia otro lado para dejar que unos cuantos decidan el fututo de 120 millones de seres humanos.
Cuestionar si el actual gobierno es verdaderamente la esperanza de México resulta verdaderamente intrascendente.
En la práctica, los resultados hablan por sí solos. Éste es el México más violento de la historia; vivimos la peor crisis económica en décadas, atravesamos una pandemia con resultados profundamente dolorosos para millones de familias y la justicia elemental no llega para miles y miles de mexicanos y mexicanas que hoy no encuentran un aliado institucional que los ayude o los proteja (las mexicanas lo saben de sobra).
Es cierto, no es razonable exigir un cambio radical e inmediato a un gobierno transformador que apenas ha llegado al poder, sin embargo nadie puede darse el lujo de fingir que las cosas no marchan bien, que los resultados no llegan y que incluso los escenarios podrían estar aun peor en poco tiempo.
Por ello, el tiempo de la comodidad y de la simulación para México sencillamente se agotó. Es imperante comprender que en estas elecciones intermedias del 6 de junio no sólo se juegan 15 gubernaturas, miles de posiciones municipales o la tan citada mayoría en la Cámara de Diputados.
No. El próximo domingo, el electorado de este México permisivo lanzará la señal más clara; el grito más fuerte sobre el destino que quiere para sus padres, para sus hijos y para sus futuras generaciones.
Y es que, a diferencia del pasado inmediato, los de hoy, efectivamente, no son iguales. No piensan como los voraces inmediatistas de hace cinco, 10 o 15 años; eso ya quedó ampliamente acreditado.
Nadie puede olvidar que, desde un inicio, el presidente advirtió en repetidas ocasiones que el suyo no fue un triunfo para cambiar de gobierno, sino una victoria histórica para cambiar de raíz todo un régimen.
Por todo ello, ésta bien puede ser la última llamada para que los mexicanos salgamos a votar libremente por lo que consideremos que sea lo mejor para nuestro país y, por ende, para nuestras familias.
Por ello, salgamos a votar. Vayamos a decidir, como nunca antes, el camino que debe tomar esta nación, porque después del 6 de junio, sin importar por quiénes nos hayamos inclinado o cuáles sean los resultados, este país nos exigirá dejar de ser una sociedad pasiva e indolente, crítica y dividida, para comenzar, todos, a reconstruir un nuevo modelo de nación, basado en un cambio de régimen; o bien, en un México de instituciones, donde se privilegie el estado de derecho.
Por eso, salgamos, como nunca antes, a decidir nuestro propio destino.