(Segunda de dos partes)
Maquiavelo está consciente de que todo puede pasar durante el arduo proceso de organizar un Estado.
Lo único imperdonable para él es atentar contra la existencia de un Estado bien constituido.
Tan es así que el autor no duda en criticar enérgicamente a Julio César, ya que en su opinión es el temible demoledor de la República Romana, obra extraordinaria de ciencia y sapiencia política.
Julio César es el magistrado supremo de una antigua República y cuya tarea principal era fortalecer y conducir a la prosperidad a esa Roma Republicana.
Habría que leer también sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio para comprender su pensamiento de manera integral y donde el autor defiende a la República.
A los ojos de Maquiavelo, César comete lo que podría decirse un terrible delito. Lo equipara con Catilina. Antepone su ego y su visión personal de César al de la República.
Mientras tanto, César Borgia recibe alabanzas y homenajes. Es merecedor de ellos, de acuerdo con su personal análisis, ya que Borgia no sólo no destruye nada, sino que organiza políticamente una región que era gobernada de forma lamentable y desastrosa.
Un nido de ratas, una madriguera de bandidos. Seres que sólo pensaban en sacar provecho para ellos mismos. No en gobernar y administrar un Estado.
Entendiendo la profundidad del pensamiento de Maquiavelo, para quien esto escribe lo más trascendente de su obra se debe a que es el primero de los grandes escritores, después de siglos, para quien las razones de Estado son más importantes que las razones personales del príncipe.
Antes habían sido los monarcas o príncipes hereditarios de sangre, “ungidos por Dios”, los que eran llamados a gobernar al pueblo y al Estado.
Algunos fueron de noble corazón y otros, una ruinosa desazón.
Maquiavelo pone, establece, constituye al Estado por encima del monarca.
El príncipe, el monarca o dirigente debe tomar conciencia de que su papel será aplicar la ley y ser un instrumento que actúe en beneficio del Estado.
El príncipe no es la razón de ser de un Estado.
Es al revés, el gobernante debe de estar al servicio de éste.
Si el monarca tiene razones de Estado prudentes, justas y sensatas para imponer la paz, el progreso, la prosperidad de su pueblo, debe tomar medidas por el bienestar de la mayoría.
Medidas que tendrán que ser valientes y afanosas. En muchos casos, serán duras, tremendas, tal vez violentas.
Pero siempre, siempre deben justificar el bienestar de la población. De las mayorías.
De aquellas que salen todos los días a estudiar, a emprender, a arriesgar. De las que educan, de las que curan, de las que atienden, de las que enseñan…
De las personas que trabajan, viven y conviven en una nación.
De aquellas que con nobles intenciones persiguen el bienestar de sus familias.
De las que esperan que el Estado les proporcione seguridad y un ambiente de paz para desarrollarse, crecer, prosperar y apoyar a que su país también progrese.
Es aquí donde se debe enmendar la famosa frase que muchos emplean y de donde se origina el “supuesto pensamiento maquiavélico”. Aunque no viene explícita en sus escritos, sí resume muy bien su pensamiento.
“El fin justifica los medios”.
Hemos dado vuelta durante casi cinco siglos y no se ha podido eliminar la tremenda aporía que conlleva la enunciación “maquiavélica”.
Sin embargo, no podremos desmadejar el nudo central en el que nos hemos metido si no vislumbramos el fondo del asunto.
Crueldad, perfidia y lo que se requiera no son más que medios a los que el gobernante debe recurrir para la consecución del fin fundamental y absoluto para el cual fue electo.
Salvaguardar, administrar y conservar al Estado.
Existen dos definiciones del maquiavelismo. Una es la que estudia el pensamiento y la doctrina política del autor.
La otra incluye rasgos de un temperamento carente de empatía, egoísta; todas sus decisiones están subordinadas al beneficio personal; tiene una mente fría, calculadora y lleva una vida que rebosa en hipocresías y falsedades.
Como lo mencioné inclusive en mi entrega anterior, está considerado uno de los nueve factores oscuros de la personalidad –el factor D–.
Es realmente torpe y banal oír decir que alguien hizo algo maquiavélico porque traicionó, apuñaló por la espalda, o es un aberrante falso e hipócrita y su nefasta jugada le salió bien… tal vez momentáneamente.
¡Es como si coronáramos y ungiéramos al Tartufo de Molière!
“Maquiavelismo” o pensamiento “maquiavélico” no define, al menos para mí, la verdadera aportación del filósofo político. ¿Y si mejor lo nombráramos, para distinguir, pensamiento “maquiaveliano”?
No importa.
Al final es un tema de forma.
Lo vital es la comprensión del fondo del asunto. Nicolás Maquiavelo fue un hombre de su tiempo.
Y los tiempos actuales requieren a personas que comprendan que la función del Estado está por encima de los intereses egoístas, particulares y partidistas.
En muchas naciones la democracia se ha pervertido y existen gobiernos que parecen empeñados en hacer todo lo contrario a salvaguardar, administrar y conservar al Estado.
Son gobiernos execrables. En muchos casos, manejados por personas indecentes y carentes de conocimientos.
Personas ególatras y sin la mínima conciencia de la gran responsabilidad y oportunidad que representa estar al frente de un gobierno y poder servir a su país.
Hemos caído en las “demagogias”; el gobierno de halagos, falsas promesas, que son populares, pero difíciles de cumplir, y otros procedimientos que se usan para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política.
En las “kakistocracias” –el gobierno de los peores, los más incompetentes –.
Como diría Aristóteles: “Hay que tener cuidado con la democracia, porque mientras más democrática se vuelve, mas tiende a ser gobernada por la plebe, degenerando en una octocracia.
Y Polibio la complementa: “Cuando el pueblo es manipulado y decide sin información. Es el peor de los sistemas políticos, el último estado de degradación del poder. La oclocracia se nutre del rencor y la ignorancia”.