Iván Mercado / @ivanmercadonews / FB IvánMercado
La vida está llena de mensajes que nos han permitido observar, aprender y evolucionar como especie, a pesar de los múltiples tropiezos y contrasentidos en los que también nos empeñamos en repetir, aun cuando ya es más que claro el resultado marcado por la experiencia.
Son las señales y los mensajes los que se encargan de esbozarnos o confirmarnos los potenciales escenarios en nuestros entornos individuales o colectivos y es virtud de los observadores mantener fortalecido el poderoso músculo de la atención, para prepararse, adaptarse o cambiar.
El México de hoy está plagado de “nuevas” formas y en casi todos los niveles se respira un afán desesperado de transmitir la idea de que el “cambio” es real y que los mexicanos transitamos “felices” en una especie de transformación verdadera, que nos llevará a la realización plena como sociedad.
Lo malo de hacer de esta práctica una forma de gobierno no es la frecuencia con la que los mensajes son transmitidos, la intención con la que son enviados o el contenido mismo que conllevan.
Lo delicado y hasta peligroso de las señales es cuando carecen de validez, ya sea por la incongruencia del emisor, las circunstancias que la envuelven y hasta el destiempo empleado, porque éstas pierden toda credibilidad, carecen de valor y se transforman casi de inmediato en vagas ideas.
El mensaje contundente y efectivo puede tener un sinfín de circunstancias, características y objetivos, pero sin duda, debe guardar el valor incuestionable de la oportunidad y la veracidad del emisor.
Hacer de este lenguaje un ejercicio cotidiano puede convertirse en una pésima estrategia, que termina restando toda la potencia y la credibilidad.
Lo peligroso de los mensajes es que bajo esa lógica de ligereza e inconsistencia, cualquiera puede y se anima a utilizar el mismo mecanismo de comunicación, aún cuando no tienen realmente nada qué aportar, destruyendo a la fórmula misma.
Un mensaje sin oportunidad ni consistencia se transforma, casi de inmediato, en un peligroso recado que exhibe extravío y desconocimiento.
El ejercicio, pues, pierde todo sentido y toda validez al igual que los emisores, pero éstos se multiplican y aparecen por todas partes, porque hay una constante que sólo debilita: Se puede decir lo que sea, incluso enjuiciar sin sustento porque, al final, en México no pasa nada.
En la última semana los mexicanos hemos recibido una nueva carga de señales en las que la contundencia y autoridad moral de los hechos, no son la esencia primordial de los mismos.
Un ejemplo claro de esta ola de erráticos mensajes fue la extradición, “traslado terrestre”, valoración médica e internamiento en un hospital privado de un personaje como el exdirector de Pemex, Emilio Lozoya Austin.
El mismo que fue ejemplo deleznable de corrupción, complicidad e impunidad y por el que, entre otros, 30 millones de mexicanos enfurecidos dieron paso a la cuarta transformación, hoy se recupera de una “debilidad generalizada, molestias de esófago y principios de anemia”, y lo hace no desde una celda o desde una unidad médica penitenciaria, no, lo hace desde la habitación de un hospital privado en la capital del país.
Su calidad de “testigo colaborador” se lo permite, aunque el mensaje sea demoledor para una sociedad harta de la eterna impunidad y, por cierto, eternamente enferma de anemias y otros males peores.
Con la llegada de Lozoya, se abre por enésima ocasión el inevitable capítulo de los “posibles juicios” contra expresidentes como Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Enrique Peña Nieto, y se repite el contradictorio discurso:
“Son ellos los responsables directos de la desgracia que como país sufrimos”, pero si el pueblo vota en una consulta por un juicio, el presidente López Obrador adelanta una vez más que votará en contra del castigo a los responsables de la corrupción histórica.
Otro mensaje fue la respuesta casi inmediata y contundente a un grupo de intelectuales con una cuartilla titulada “bendito coraje”, pero casi al mismo tiempo un vacío que deja el silencio inexplicable a un video desafiante y, por demás, peligroso de un grupo criminal que sin el menor empacho también se sube al tren de los mensajes para decir: “Aquí estamos”.
No puede dejar de consignarse el mensaje enviado a los mexicanos académicamente preparados desde el extranjero para compararlo con los hijos imaginarios de mafiosos, como “El Padrino” de Mario Puzo, y afirmar que “los que más daño le han hecho al país son los que tienen más conocimiento”.
Imperdible el ya obligado mensaje de que la pandemia de COVID-19 está controlada cuando en este fin de semana México rompió un nuevo techo histórico de contagios con 7 mil 615 nuevos casos positivos de coronavirus en tan solo 24 horas.
Así las cosas en esta sui géneris nación, un país en el que lo mismo se afirma una mentira como verdad o se conmemora a un personaje de la historia con la imagen de otro o surge un video de criminales amenazantes o aparece un expresidente promocionándose para cantar “Las mañanitas” por 255 dólares.
Este es nuestro nuevo México, un país donde el gatopardismo vive y crece a sus anchas y donde, como nunca antes, la forma es fondo.