Por: Rubén Salazar/Director de Etellekt/ www.etellekt.com [email protected] @etellekt_
Al obtener apenas cuatro de 15 gubernaturas, disputadas el pasado 6 de junio, y luego de que el dirigente del Partido Acción Nacional (PAN), Marko Cortés, proyectara que su instituto tiene posibilidades reales de triunfo en solo una de las seis gubernaturas en juego en 2022, los integrantes del frente opositor pueden declararse en bancarrota política, en su objetivo –cada vez más lejano– de arrebatarle el Poder Ejecutivo federal al Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
De cumplirse los pronósticos del líder panista, el partido del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) gobernará el próximo año 22 de las 32 entidades federativas, acumulando una maquinaría de programas sociales que le permitirá apuntalar a cualquiera de sus posibles relevos sin importar lo grises que sean, llámese Claudia Sheimbaun, Marcelo Ebrard, Ricardo Monreal, Adán Augusto López u otro bateador o bateadora emergente.
Si la debacle de la oposición y el tsunami de triunfos de Morena, se extienden a los comicios a gobernador del Estado de México en 2023 –uno de los últimos bastiones del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que permanecen sin alternancia–, la elección del sucesor o sucesora de López Obrador se dará en la encuesta interna de Morena y no en las urnas en 2024.
Como en la dictadura priísta, la lucha por el poder transitará de la extinta batalla entre partidos (1988-2018), a una guerra civil intrapartidista, en la que el presidente funge como el gran elector, a través del dedazo, habiendo para los inconformes tres salidas: el exilio político, demandar a cambio de su disciplina algún premio de consolación o disentir, con objeto de mantener vivas sus aspiraciones, por la vía independiente o encontrando refugio en la oposición.
Así pasó en 1951 con el general Miguel Henríquez Guzmán, quien renunciara al PRI, debido a sus prácticas antidemocráticas internas, nominado por la Federación de Partidos del Pueblo (FPP), para disputarle la presidencia al candidato oficial, Adolfo Ruíz Cortines. Lo mismo haría Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, quien abandonaría a ese partido por idénticas razones, encabezando la candidatura presidencial del Frente Democrático Nacional, en 1988.
Como expriístas, ambas figuras pugnaban por la democracia interna de ese partido y al final lo abandonaron, para impulsar el nacimiento de nuevos partidos opositores.
Es el caso del FPP, que obtuvo su registro oficial en 1951 (aunque más tarde sus principales figuras terminarían siendo cooptadas por el gobierno, quien le terminaría cancelando su registro en 1954), y del Partido de la Revolución Democrática (PRD), fundado en 1989, por personajes como Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez –los últimos dos, ahora en Morena–, que pertenecieron a la Corriente Democrática del partido tricolor, opuestos a la nominación de Carlos Salinas de Gortari como candidato a la Presidencia de la República en 1988.
Una izquierda perredista que tuvo como origen y destino al PRI, toda vez que sus actuales dirigentes acabarían pactando con el PRI y el PAN, para conformar la coalición Va por México, y lanzar candidaturas comunes en el proceso electoral de 2021.
Como en aquellos tiempos, la oposición emergente no renacerá de las cenizas de lo que queda del PAN, PRI y PRD, asfixiados por su contradictoria alianza; eclosionará al interior del partido oficial. El problema es que a dos de sus figuras emblemáticas –Claudia Sheimbaun y Marcelo Ebrard– las persigue el fantasma de la Línea 12 del Metro, lo que les restará toda capacidad de desafiar al régimen (y emular los pasos del ingeniero Cárdenas), en caso de no resultar favorecidos por lo que diga el “dedito” del presidente López Obrador.
La ruptura no es probable en el corto plazo, al menos no con Sheimbaun o Ebrard; la división podría darse en uno o dos sexenios más, impulsada por iniciativa de los cuadros más radicales de su militancia, formados a imagen y semejanza de AMLO, que no terminan de ver al canciller y a la jefa de Gobierno de Ciudad de México, tan alejados del conservadurismo, la frivolidad, la extravagancia, la corrupción y el neoliberalismo, proscritos en la cuarta transformación.
Por lo visto, la oposición partidista en México continuará tan lejos del pueblo y tan cerca de una clase política en avanzado estado de putrefacción, sin importarle profundizar la crisis de representación del sistema de partidos con su apatía y el riesgo de abrirle la puerta a liderazgos emergentes que provengan incluso del seno militar. El mismo sector al que López Obrador ha confiado la administración de sus proyectos estratégicos, a fin de impedir que su legado sea revertido por opositores a su proyecto, externos e internos, una vez que deje el cargo, puesto que su interés no es que haya más y mejor oposición, todo lo contrario, su plan es extinguirla.