Notas para una defensa de emergencia
Silvino Vergara Nava
La gran pregunta que nos deberíamos hacer es:
¿para qué están los políticos y para qué los necesitamos?
Daniel Innerarity
Ante la presentación el pasado 5 de febrero de 2024 de las iniciativas de reformas constitucionales por parte de la Presidencia de la República –que se han contabilizado en 20 y que de aprobarse todas representarían que 50 artículos pudieran reformarse– es buena ocasión para poner en la mesa de debates la viabilidad de disminuir el tiempo de la Presidencia de la República e incluso de los gobiernos de las entidades federativas, ya que da a entender que ese tiempo de seis años resulta demasiado prolongado y que bien podría ser suficiente un plazo mucho menor.
Para poder considerar esa postura, basta con analizar que en los últimos tiempos las presidencias salientes en México pierden presencia, legitimidad y, sobre todo, se llega a un hartazgo por parte de la población.
Es más, el resultado que se presentó en las elecciones de 2018 pudiera ser parte del hartazgo que ya se vivía con el presidente en turno.
Así ha sido por lo menos en las últimas cuatro o cinco presidencias de la República, que ya no son vistas por la población con alegría, gusto y con la nostalgia de que se hicieron bien las cosas.
La imagen que se queda al final del gobierno es la contraria: hartazgo y que se ha desgastado la población con quien está por terminar el mandato.
Esto no es otra cosa que una simple comprobación de lo que ha sucedido con los últimos presidentes de la República en México, particularmente después de la salida del presidente Salinas de Gortari.
Durante los últimos meses e incluso en el último año de mandato de quien haya salido del cargo, hay un ambiente de hartazgo, de cansancio de la población con ese presidente saliente, lo que se agudiza aún más cuando pasan las elecciones presidenciales.
Desafortunadamente, el tiempo entre las elecciones y el cambio de gobierno es tan prolongado que ese periodo es prácticamente de desgobierno; se acabaron los proyectos y en muchas ocasiones después de las elecciones se asume que quien gobierna, a pesar de no haber tomado aún posesión, es el que ganó las elecciones.
Este fenómeno de que la administración pública asuma que seis años es mucho tiempo no es otra cosa que los momentos que estamos viviendo en general; una vida presurosa a la que, por ello, los pensadores del mundo actual le llaman “tiempos líquidos”, “tiempos gaseosos”, etcétera, precisamente por que el tiempo se está haciendo demasiado fugaz en todos los aspectos y, desde luego, el que corresponde a los gobiernos, particularmente en la administración pública federal, sigue el mismo camino.
A ese hartazgo hay que añadir esa reforma propuesta por la administración pública federal anterior a la actual en donde se implementó para diversos cargos públicos la reelección, lo cual es parte del mal que se vive en nuestro país, pues es bien sabido que la reelección en México es algo que se debería de evitar a toda costa.
No obstante, ya implementada nuevamente lo que provoca es que ese segundo periodo sea aún más desgastante que el primero en los cargos públicos de quienes se reeligieron, por ello es que la posibilidad de reducir particularmente el tiempo en la administración pública federal no es algo descabellado, ya que hoy hay que ser más eficaz que en tiempos anteriores.
Basta recordar que en los tiempos premodernos hubo reyes o príncipes que estuvieron toda su vida, desde niños, gobernando una nación, y en ocasiones en el lecho de muerte, con lo que, desde luego, no se estaba gobernando, simplemente se contaba con el cargo.
Pero hoy los tiempos de la humanidad son muy diferentes.
No se puede perder un solo minuto.
Por eso están las herramientas tecnológicas de la comunicación que facilitan muchas cosas que anteriormente no se imaginaban.
Esto pudiera permitir que se vuelva más eficaz la administración pública federal para implementar sus políticas, por lo cual mantener la presidencia hasta seis años es algo que ahora pareciera demasiado prolongado, desgastante y en detrimento del buen gobierno, de la correcta administración pública, de la legitimidad de las instituciones y, desde luego, de la imagen de ese personaje.
Por ello no resulta nada descabellado o fuera de lugar que se considere una buena propuesta reducir el tiempo de la administración pública federal de seis años y de paso de las entidades federativas, pues si así es desgastante con la administración pública federal, es a veces aún más en los diversos estados de nuestra nación.