Por: Adolfo Flores Fragoso/ [email protected]
Nos estamos habituando tanto a la muerte de los otros que, en este tiempo, hay muertes que son –para algunos– sólo un instante de sentimentalismo.
Un momento de egoísmo vacuo.
Barato.
Antes, la muerte era asumida con un triste silencio y como algo inevitable, dolorosamente inolvidable.
Hoy la muerte es un tema de presuntas condolencias públicas y de una fake conversation en Facebook, expresando “lo bueno” o “lo buena que era”, siempre hablando en primera persona, pues hoy la esquela escrita debe de menospreciar al fallecido: “Yo comí con ella… Yo lo conocí… Yo le aprendí… Yo la acompañé a… Yo lo quise… Yo… Yo… Yo…”.
Narcisismo puro en tiempo de contagios presenciales, a la espera de recibir los like y pésames en la red social favorita.
Tiempo de decadentismo.
En fin.
El día que su amigo Rodolfo murió por la COVID, Pablo estuvo más molesto porque esa noche don Juanito no abrió el puesto de tacos de carne asada, una situación desesperante en momento de antojo.
A don Juanito le ha bajado la clientela, especialmente los fines de semana de “arrancones” de autos, esos de ilegales apuestas protegidas por la autoridad, entre “pilotos” influyentes, tan soberbios como patéticos y poco eruditos. Creyentes de autos más o menos bien adaptados por sus mecánicos, que sonríen con malicia y menosprecio una vez que salen de sus talleres.
Allá ellos.
La situación es que quienes quieran o puedan llegar al emparrillado de carnes poco agraciadas de Juanito (pero que matan el hambre), no lo puedan hacer. Allá por la avenida “de las torres” o Municipio Libre, que es el nombre bautismalmente correcto. La salsa roja de molcajete es, por cierto, lo que valen esos tacos. Pero esa, es otra historia.
Pablo es un cliente frecuente de don Juanito y también amigo del fallecido Rodolfo.
Indiferente a la vida –perfumado escort de su Yo–, Pablo es el asistente del propietario de una de esas llamadas textileras.
Un chalán poblano muy bien pagado, pues.
Supervisa los procesos de producción en ciertos talleres clandestinos donde son cosidas y estampadas prendas finas, mañosamente etiquetadas con un Made in China o Made in Bangladesh o Made in Italy, con el inevitable estampado “de marca” –cual mito teogónico de origen–.
Ropa “sembrada” para su venta en las plazas comerciales de buena estepa del sur de la ciudad de Puebla.
Pablo es tan hábil, tan galante, tan hermoso y tan insignificante que, cierta tarde de pandemia, enamoró (sin enamorarse, obvio) a una poco expresiva pero bonita trabajadora de aquel taller de hilados y tejidos, la embarazó, pese a lo ineficaz e ineficiente que es en sus intentos de manoseos y movimientos íntimos en cama, según cuenta una de sus fallidas amantes.
Pablo no reconoció tal transmisión genética que produjo la preñez de la chavala, casos tan inevitablemente comunes en la Puebla de los angelitos huérfanos de padre.
Ella decidió no abortar, a pesar de estar impregnada del virus “de moda”, consecuencia también de aquel encuentro con Pablo.
Sin atención médica y sin pesos ni centavos, ella exhaló un último suspiró: “Padre, Hijo y Espíritu Santo”, en nombre de dos.
Nos estamos habituando tanto a la muerte en este tiempo que, una más, es sólo un instante de sentimentalismo intrascendente.
Pablo resultó asintomático, por cierto, y goza de tan buena salud que espera impaciente el día y la hora para que le abran el gym.